El protagonismo principal del solemne evento ha recaído en dos tenores, Luiz Inácio Lula da Silva y Jürgen Habermas, y una soprano, Susan Sontag. Ellos llevan la voz cantante. En cuanto a aquellas distinciones concedidas por derecho propio —es decir, por sus definidos y probados méritos—, lo más prudente será cubrirlas con el manto de la discreción y la compostura, verdaderas señales del miramiento, mientras que las más controvertibles, lo mejor será sencillamente omitirlas. La estrella que más ha brillado en los medios ha sido el presidente de Brasil (trofeo a la Cooperación Internacional). Al primer mandatario de uno de los países potencialmente más prósperos del planeta, orgulloso sosias de Castro y Kirchner, se le ha recompensado por su denuncia del hambre y la injusticia en el mundo, desdichas éstas de las que no se considera culpable (el mal son los otros), y menos que nada de las que sufren su propio pueblo bajo su (in)competencia. ¿Su valor? La arenga y el sermón: la lucha contra la pobreza, afirma, es un desafío ético y humanístico; no es un designio de la economía, sino de la ética...
Susan Sontag (Premio de la Letras, ex aequo), ciertamente, tampoco decepcionó, y estuvo inmensa en su papel de artista de la vocación, el compromiso y la conciencia. Maldijo a los EEUU, su propio país, y se quedó tan ancha; después de todo, esta informadísima escritora sabía que se encontraba en un país donde semejante práctica es muy corriente y se le entendería a la perfección. Como sucede con Lula —en general, con las celebridades de izquierda—, lo suyo es la creación, las ilusiones y las grandes esperanzas: el mundo del deber ser; no el del ser. Quiere decirse, que su inquietud intelectual no se refiere a lo que se ha hecho en efecto en el mundo (sí, en su nombre), ni que sus sueños se hicieran a veces realidad (de ahí su mala conciencia), sino a las virtualidades de la Utopía, la cual, que nadie se confunda, no viene de París, sino del otro mundo posible. Por la misión cumplida, han honrado a Sontag, de nuevo (venía de Francfort, donde recibió a su vez el Premio de la Paz de los Editores y Libreros alemanes).
De Francfort proviene asimismo la estela de Jürgen Habermas (Premio de Ciencias Sociales), uno de los filósofos en activo de mayor reputación mundial, dentro y fuera de la Universidad y la Academia. No se trata de desmerecer sus indiscutibles valías ni de olvidarse de los deberes de la hospitalidad, pero digámoslo (casi) todo. Habermas (coronado en la Feria del Libro de 2001 con el mismo laurel francfortiano que ahora ha honrado a Sontag: feliz casualidad) es el típico caso de pensador sobrevalorado por sus particulares aportaciones a la ciencia y al pensamiento y encumbrado y mimado por motivaciones políticas (ser publicista de la socialdemocracia y el neorepublicanismo). El conocimiento e interés de su trabajo, mientras tanto, no superan el desarrollado por muchos de sus compatriotas contemporáneos, como Hans Blumenberg (fallecido hace pocos años), Odo Marquard, Hans Magnus Enzensberger y Peter Sloterdijk. Sus presumidas, y muy elogiadas, aportaciones teóricas —las teorías de la acción comunicativa y del patriotismo constitucional—, son, en realidad, derivadas o, si se quiere, compartidas con otros autores. El filósofo alemán K. O. Apel contribuyó en no menor medida que él a la elaboración de la primera, pero Habermas la comunicó mejor. Y su también compatriota Dolf Sternberger se le adelantó diez años en la enunciación de la segunda, aunque sólo la reformulación de Habermas, y su carisma, le han dado fama y prestigio.
No analizaré ambas teorizaciones ahora, mas sí diré que sus supuestas bondades han eclipsado sus notorios inconvenientes y lagunas. Sería absurdo y grotesco hacer responsable a Habermas de la tremenda corrupción filosófica y política que ha viciado en los últimos tiempos el intenso significado de los conceptos de consenso y diálogo. Pero no mentiremos si decimos que el filósofo alemán no es ajeno a semejante deterioro y que, por otra parte, en ningún momento se ha sentido obligado a desmarcarse de la manipulación perpetrada (muy bastarda y mezquina; a menudo, al amparo de su nombradía) sobre tales postulados. La idea publicitada de la ética habermasiana del diálogo o del discurso sostiene que la máxima generalización, en cantidad y calidad, de participantes en un proceso comunicativo establece la principal garantía del valor y normatividad de la acción, siendo, asimismo, tal criterio de participación el que regula el sentido procedimental en la solución racional e imparcial (justa) de conflictos. Esto es: moralmente a priori, tiene razón quien está más dispuesto a dialogar, sin trabas ni límites. Siguiendo la traza kantiana, no interesan tanto los resultados o efectos de la acción comunicativa cuanto el valor mismo de promover la comunicación; todo ello en el horizonte último de constituir una “comunidad ideal de comunicación” en la que la comunidad tome la palabra y decida autónomamente, por sí misma. ¿Les suena esto?
Preguntado Habermas en Oviedo por el terrorismo en España, el filósofo del universalismo responde: “eso no se lo debe preguntar usted a un extranjero. Lo han de resolver ustedes” (ABC, 25/10/2003). Pues eso, a proclamar la concepción cosmopolita y el derecho internacional que “escuche por igual y recíprocamente las voces de todos los afectados (“¿Qué significa el derribo del monumento?”, Frankfurter Allgemeine Zeitung, 17/4/2003) y a cargar sobre los EEUU, y a la intervención aliada en Irak, la quiebra de la noción universalista de la democracia y de los derechos humanos. Eso es lo que hay. Habermas conoce a fondo a Kant, pero desprecia a Baruch Spinoza, para quien no hay derecho sin poder y lo demás son ilusiones trascendentales y política (cínica) de salón.