Fuera de los límites de ese enclave se extiende la verdadera cárcel, donde millones de cubanos viven sometidos a un régimen totalitario. Y dentro de esa cárcel hay, como denunció el escritor cubano exiliado Jesús Díaz,
centenares de prisioneros políticos que no empuñaron jamás un arma, ni participaron en ningún atentado, y que ya quisieran para sí las jaulas y la comida que tienen los talibanes. Y esto sucede sin que la aplastante mayoría de quienes claman contra Estados Unidos se apiade de su suerte.
Terroristas reincidentes
Entre quienes clamaban contra Estados Unidos no podía faltar el hoy canonizado apparatchik Manuel Vázquez Montalbán, quien escribió:
Menos mal que Guantánamo es una base relativamente pequeña en la que no cabríamos los cada vez más abundantes terroristas de palabra, obra u omisión tal como se está poniendo el baremo de súbdito leal del Imperio, siempre dispuesto a ofrecer su adhesión inquebrantable al emperador y a sus procónsules y a lustrarles los zapatos y los misiles.
Hermann Tertsch contraatacó:
Era previsible que las primeras almas sensibles en alarmarse por el irreversible drama del afeitado de las barbas de los talibanes trasladados a la base norteamericana de Guantánamo fueran aquellos que jamás han hecho reproche al régimen de Fidel Castro por sus detenciones arbitrarias, tortura sistemática, años de reclusión aislada y ejecuciones por capricho. Acontece esto allende esa simple verja y afecta a mucha más gente y en principio toda mucho menos implicada en dar muerte al infiel o menos fiel que esos prisioneros fotografiados con mono naranja que tan infinita piedad han suscitado en los últimos días.
Y si bien es cierto que hubo prisioneros que se suicidaron en Guantánamo, no es menos cierto que fueron muchos los protagonistas y amigos de la revolución que se suicidaron en Cuba desilusionados por una realidad abyecta. El primero fue, ya en 1959, el comandante Félix Peña, y le siguieron los comandantes Suñol y Alberto Mora; Nilsa Espín, cuñada de Raúl Castro; el ex presidente Osvaldo Dorticós; la heroína Haydée Santamaría; la hermana y la hija de Salvador Allende, asiladas en Cuba, y muchos más.
Si se hubieran cumplido las promesas electorales de Barack Obama, la prisión de Guantánamo habría dejado de funcionar en enero del 2010. Pero Obama vela por la seguridad de Estados Unidos y no por los delirios de la Internacional Progre, y el 7 de marzo del 2011 levantó la prohibición de iniciar nuevos juicios militares en la base. Hay un dato concreto que sin duda influyó en la decisión de seguir aplicando en este caso como en muchos otros la mano dura del denigrado George W. Bush: de los 598 prisioneros excarcelados, 150 reincidieron en sus crímenes. Uno de cada cuatro.
Libertades canceladas
La mano dura en defensa de la seguridad nacional tampoco fue una iniciativa original de Bush. El 16 de enero de 1941, el presidente Franklin D. Roosevelt pronunció un famoso discurso en el que llamó a defender, no sólo en Estados Unidos, sino en todo el mundo, los cuatro pilares del hombre libre: libertad de expresión, libertad religiosa, liberación del miedo y liberación de la necesidad. Y subrayó:
Aquellos dispuestos a abrogar libertades esenciales para comprar una pequeña seguridad temporal no se merecen la libertad ni la seguridad.
Japón atacó Pearl Harbor el 7 de diciembre de 1941, y el 19 de febrero de 1942 Roosevelt firmó el Decreto-Ley 9.066, por el cual 110.000 personas –virtualmente todos los japoneses e hijos de japoneses que habitaban el territorio continental de Estados Unidos– fueron evacuadas a campos de concentración instalados en lugares remotos de los estados montañosos. Estas fueron las palabras textuales de Roosevelt, "campos de concentración", que en el lenguaje oficial fueron sustituidas por el eufemismo centros de recepción. Según un artículo muy posterior de The Economist,
en la práctica, los internados perdieron casi todos sus bienes y a menudo recibieron brutales palizas de sus guardias. Alrededor del 30 por ciento eran issei [japoneses nativos], que en su mayoría tenían más de 50 años y no podían naturalizarse. Pero el 70 por ciento restante eran nisei, esto es, hijos de japoneses nacidos en Estados Unidos y, por tanto, ciudadanos norteamericanos. Su edad promedio: 18 años.
Eso sí, Estados Unidos y sus aliados ganaron aquella guerra, lo cual no es un detalle menor.
Peor suerte corrieron los prisioneros de guerra alemanes al finalizar la Segunda Guerra Mundial. Muchos de ellos fueron internados en los mismos campos de concentración donde habían perpetrado sus iniquidades. Giles MacDonogh pinta un panorama desolador en su libro Después del Reich:
Al final de la guerra fueron capturados alrededor de ocho millones de soldados alemanes, que, añadidos a los apresados antes de mayo de 1945, sumaban un total de once millones (...) Unos cinco de los once millones fueron liberados al cabo de un año. Sin embargo, un millón y medio nunca regresó a casa, lo que dio lugar a diversas historias sobre su final. Algunos autores han afirmado que murieron en cautividad y que se trataba de una medida deliberada aplicada por los aliados. Las cifras existentes hablan de desaparecidos. La Cruz Roja eleva su número a 1.086.000.
Manifiestos maquillados
Ernst Jünger fue el intelectual alemán que criticó con mayor saña, casi en solitario, la política aliada de represión y castigo de los crímenes nazis. En cambio, la cofradía obsesivamente hostil a Estados Unidos que utiliza la cruenta realidad de la guerra contra el terrorismo como pretexto para denigrar y aislar a la potencia que más arriesga en dicha guerra no pierde ninguna oportunidad para sumar firmas a sus manifiestos maquillados con un barniz humanitario que no basta para disimular su vocación quintacolumnista. En noviembre del 2006, en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, sesenta intelectuales lanzaron un "Manifiesto contra la tortura", guiados, cómo no, por tres premios Nobel de luxe: Gabriel García Márquez, perseverante valedor de Fidel Castro, Adolfo Pérez Esquivel, incansable correveidile de terroristas, y José Saramago, autodefinido como "comunista genético", quien aprovechó la ocasión para renegar de "la falsedad de la institución democrática". Actuaban así movidos por la Military Comissions Act of 2006 que había aprobado el Congreso de Estados Unidos, y no por las torturas infligidas en Cuba, China, Corea del Norte, Irán, Libia y otros reinos y repúblicas de la órbita multicultural.
Walter Laqueur abordó este tema espinoso con su habitual clarividencia:
Los terroristas que suben a un avión no llevan uniforme ni armas a la vista (...) No son ni tropas regulares, ni elementos guerrilleros, ni civiles inocentes. ¿Qué puede aportar el derecho humanitario internacional? Según los islamistas radicales, se trata de una invención de los infieles, contrapuesta a sus propias tradiciones y valores, y no vincula a los verdaderos creyentes. Entre quienes protestaban contra las condiciones de vida de los prisioneros de Guantánamo, un grupo brillaba notablemente por su ausencia: los países de Oriente Medio, y no por casualidad, puesto que los presos políticos en estos países ya querrían soñar con unas condiciones similares a las que se aplican en Guantánamo.
Sigamos con Laqueur:
¿Qué habría sucedido según las directrices incluidas en el manual de Al Qaeda? Este texto es notablemente explícito sobre los métodos para sonsacar información a los prisioneros. Y no se trata de bobadas de dar únicamente el nombre, el rango y el número de identidad: en las páginas 78-79 de la traducción oficial leemos que se permite torturar a los prisioneros para obtener información. Se cita el manuscrito del imán Mosalem, quien a su vez cita al profeta Mahoma. El manual dice lo siguiente: "Los especialistas en materia religiosa autorizan también que se mate a un rehén [se refiere a un prisionero] si éste insiste en retener información a los musulmanes".
El juego de la muerte
El tema de la tortura remite a complejos mecanismos psicológicos. Los experimentos realizados en laboratorio sobre esta cuestión no dejan mucho margen para las conclusiones optimistas. En los años 1960, el psicólogo Stanley Milgram demostró que unos voluntarios mentalmente sanos no vacilaban en administrar lo que ellos creían eran choques eléctricos a otros seres humanos cuando un investigador se lo ordenaba. Dos terceras partes del grupo obedecieron instrucciones y siguieron aumentando el voltaje hasta el nivel de peligrosidad simulada. En 1971, el psicólogo Philip Zimbardo creó en un campus universitario un falso pabellón carcelario y asignó al azar, entre los estudiantes voluntarios, los papeles de presos y guardianes. El experimento, que debía durar dos semanas, se canceló al cabo de seis días porque los guardianes empezaron a divertirse con los prisioneros, sometiéndolos a todo tipo de humillaciones y privaciones. Precisamente lo que sucedió, en la vida real, en la prisión iraquí de Abu Ghraib. Ya en el 2010, el canal público de televisión France 2 difundió un documental, titulado "¿Hasta dónde va la TV? El juego de la muerte", que mostraba cómo un equipo de 80 voluntarios, supervisados por el psicólogo social Jean-Léon Beauvois, repetía el experimento de Stanley Milgram. Los participantes aplicaban fuertes descargas de electricidad a un tipo que en realidad era un actor, el cual lanzaba alaridos simulados de dolor. Los torturadores no veían a su víctima, sólo la oían. El resultado fue tan alarmante como el del experimento de Milgram.
Los excesos cometidos en Abu Ghraib, castigados por la justicia militar con una dureza que no entenderían los talibanes ni los esbirros de Castro, tuvieron precedentes al finalizar la Segunda Guerra Mundial. El general estadounidense Lucius Clay, de la Comisión de Control de los Aliados, reconoció el uso sistemático de torturas a algunos sospechosos."Por desgracia –dijo–, en el ardor de los momentos posteriores a la guerra recurrimos, para obtener pruebas, a medidas que no habríamos utilizado una vez extinguido dicho ardor".
Los horrores de la tortura
El politólogo liberal Michael Ignatieff también abordó los horrores de la tortura con un rigor y un distanciamiento ejemplares.
Hay gente que dice que la tortura no funciona. El problema es que, por desgracia, sí funciona. Si no funcionara no tendríamos nada que discutir. Puesto que funciona, un defensor de los derechos humanos como yo tiene la obligación de decir, por honradez: si prohibimos la tortura, que es lo que deberíamos hacer, hay que aceptar las consecuencias; ocasionalmente no tendremos información a tiempo para poder salvar vidas. No se debe pretender que la tortura no funciona; funciona y da resultados. Y yo tengo claro que no podemos practicarla; no podemos practicarla, simplemente, porque la democracia tiene que prohibirse a sí misma algunas demostraciones de poder. Esto es la democracia: una forma de gobierno con límites que dice que hay cosas que un gobierno jamás debe hacer a otros seres humanos, y la tortura es la primera de esas cosas. Ahora bien, hay un precio que se paga.
Ni los talibanes ni los déspotas que oprimen el territorio vecino a Guantánamo, en Cuba, entenderán este razonamiento. Tampoco lo entenderán quienes, dentro de nuestra sociedad civilizada, mantienen afinidades con el totalitarismo antisistema y alimentan una fobia patológica contra Estados Unidos. Alguien a quien ni siquiera los más frívolos maniqueístas de la progresía podrían atribuir concomitancias con la derecha, el historiador Gabriel Jackson, abroncó en el diario El País (30/10/90) a estos fóbicos:
Desde mis tiempos de estudiante siempre he encontrado realmente extraño el que tantos izquierdistas inteligentes no pudiesen reconocer las cosas buenas del papel norteamericano en los asuntos internacionales. Especialmente en Europa. ¿Estarían mejor los países de Europa si la Alemania imperial hubiera ganado la Primera Guerra Mundial o la Alemania nazi la Segunda? ¿Estados Unidos no se merece ningún crédito por la ayuda médica y en alimentos, ni por la ayuda internacional a los refugiados después de 1918, formas de ayuda que llegaron tanto a la nueva Unión Soviética como a los devastados países de la Europa Oriental y Central? ¿No se merece ningún crédito por el Plan Marshall después de 1947, un plan que no sólo permitió a Europa recuperarse económicamente, sino que le evitó todos los problemas de la deuda bélica que habían interferido en la recuperación europea durante la década de los veinte? ¿Estados Unidos no ha apoyado consistentemente, a excepción de los casos de España y Grecia, a las democracias políticas en Europa desde 1945?
Sólo hay un punto en el que Jackson se equivoca: los izquierdistas inteligentes no son fóbicos, y los izquierdistas fóbicos no son inteligentes. Una prueba de ello la tenemos en el fóbico que, siendo jefe de la oposición, no se puso de pie cuando la bandera de Estados Unidos pasó frente al palco oficial y luego exhibió su estolidez durante los insoportables años en que ha ejercido la presidencia del Gobierno de España.