El Diccionario de la Lengua Española nos ofrece una acepción que no está del todo mal:
Arte o manera de gobernar que se propone como objetivo el logro de un desarrollo económico, social e institucional duradero, promoviendo un sano equilibrio entre el Estado, la sociedad civil y el mercado de la economía.
Aquí no se habla de instituciones, sino de un arte de gobernar que, por su respeto hacia el individuo y el mercado, incluso podríamos admitir desde una óptica liberal.
También la Santa Sede viene recurriendo al término que nos ocupa. En textos como la encíclica de Benedicto XVI Caritas in veritate (2009) y el documento del Pontificio Consejo Justicia y Paz titulado "La reforma del sistema financiero y monetario internacional".
Resulta casi divertido leer algunos titulares de prensa de cuando la referida encíclica: "El Vaticano: un gobierno mundial para salvarnos del liberalismo" (sic). Entonces, ciertos progres laicistas no tuvieron problema en defender por una vez al Papa. Por otro lado, las referencias a una "autoridad mundial" despertaron cierto recelo entre los defensores de la libertad.
Parece que, ahí, Ratzinger de ninguna manera invoca una "autoridad pública con competencia universal" en materia de política o economía, es decir, una suerte de Leviatán. El Papa habla más propiamente de gobernanza (es decir, de reglamentación, en latín moderamen) de la globalización a través de instituciones subsidiarias y estratificadas, lo cual nada tiene que ver con un gobierno centralizado del mundo. He aquí un pasaje del texto:
La subsidiariedad, al reconocer que la reciprocidad, forma parte de la constitución íntima del ser humano, es el antídoto más eficaz contra cualquier forma de asistencialismo paternalista. Ella puede dar razón tanto de la múltiple articulación de los niveles y, por ello, de la pluralidad de los sujetos como de su coordinación. Por tanto, es un principio particularmente adecuado para gobernar la globalización y orientarla hacia un verdadero desarrollo humano. Para no abrir la puerta a un peligroso poder universal de tipo monocrático, el gobierno de la globalización debe ser de tipo subsidiario, articulado en múltiples niveles y planos diversos, que colaboren recíprocamente.
Es importante el cuidado en el empleo de los términos, como se puso de manifiesto en un reciente seminario del capítulo económico de Aedos (Asociación para el Estudio de la Doctrina Social de la Iglesia) sobre la Caritas in veritate. Allí pude escuchar algunas precisiones del Dr. Andrés-Gallego en torno al concepto latino (y alemán) de auctoritas, distinto del de potestas, aunque a veces en castellano resultan difíciles de distinguir. Sin embargo, es imprescindible la distinción para interpretar cabalmente el documento. El profesor Rubio de Urquía señalaba además tres dimensiones muy pertinentes a la hora de leer un texto como Caritas in veritate: aquí es preciso comprender qué es un documento de la Doctrina Social de la Iglesia y cuál es su relación con otras ciencias humanas; después, hay que delimitar los conceptos de poder, Gobierno, Estado y gobernanza; finalmente, debemos abordar la racionalidad económica desde unas perspectivas más complejas (para los que nos movemos en otros paradigmas) de la gratuidad y del don.
Termino recordando la intervención del académico Dalmacio Negro, quien señalaba con cierta ironía que la Iglesia no entiende bien el concepto de Estado. Claro, porque en la tradición política europea el Estado no se ha identificado con la civitas o la res publica. Es fruto de la Modernidad esa confusión entre lo personal y lo colectivo, resultado de una filosofía individualista. La soberanía popular es un derecho natural que tiene el hombre, unido a esa característica tan profunda como es la sociabilidad (el zoon politikon de Aristóteles), y no el premio de un pacto político que luego hemos llamado democracia.
Dalmacio Negro se refirió igualmente a una propuesta que aparece en la encíclica a propósito de la subsidiariedad; y que, sensu contrario, nos permitiría aventurar una interpretación atrevida de ese término (casi cercana al anarcocapitalismo): dejar que sean los individuos quienes decidan el destino de sus impuestos, explorando mecanismos de cooperación entre los hombres:
Una posibilidad de ayuda para el desarrollo podría venir de la aplicación eficaz de la llamada subsidiariedad fiscal, que permitiría a los ciudadanos decidir sobre el destino de los porcentajes de los impuestos que pagan al Estado. Esto puede ayudar, evitando degeneraciones particularistas, a fomentar formas de solidaridad social desde la base, con obvios beneficios también desde el punto de vista de la solidaridad para el desarrollo. (CV, 60).