En los viejos tiempos, como el Siglo de Oro, el carnero era el rey de los cuadrúpedos comestibles. Por entonces había innumerables recetas para este manjar, cuyo corte más apreciado era el llamado gigote, es decir, la pierna. Naturalmente, la de carnero era la mejor de las carnes que podían echarse en la olla; cuando Cervantes, al principio del Quijote, nos aclara que la del ingenioso hidalgo era “una olla de algo más vaca que carnero” nos está diciendo que no se trataba de una olla rica, sino de, diríamos hoy, clase media.
Pero nuestra literatura gastronómica está llena de elogios al carnero, y los libros de cocina abundan en recetas para su preparación. Todavía a principios del XX figuran fórmulas para guisar el carnero en los textos de Emilia Pardo Bazán, por citar un sólo ejemplo; y, a finales del XIX, Ángel Muro ofrece hasta quince recetas para la pierna de carnero y hasta una treintena más para otras partes de su anatomía. Por cierto que Muro dice cosas interesantes sobre el carnero. Por ejemplo, que “la carne de carnero, sobre todo asada, mantiene perfectamente el vigor corporal sin favorecer la tendencia a la obesidad”. También indica que la pierna de carnero y la ensalada de escarola son los únicos manjares que pueden tener, incluso en alta cocina, una íntima relación con el ajo; las referencias de Muro a este bulbo son premonitorias de los furibundos ataques posteriores de Julio Camba y Josep Pla al ajo.
El propio Muro apunta una razón por la que pudo, con el tiempo, desaparecer el aprecio del español por la carne de carnero: las criadillas. Escribe: “este manjar es el responsable de que no sea excelente en España la carne de carnero; él tiene la culpa de todo. Si el carnero careciera de criadillas, si fuera capón, su carne sería suculenta y no tan fibrosa y viva como es. Pero no se puede repicar y andar en la procesión al mismo tiempo, y por golosina tan insignificante como la que representa un plato de criadillas se quebranta la bondad de toda una res tan apreciable en la cocina”.
Hoy el español devora cordero lechal, y desprecia al animalito un poco más hecho: le sabe a borrego —¿cuestión de criadillas?— y no le gusta, de modo que los corderos de raza merina, la más española de todas, excelentes pero de mayor tamaño que los otros, apenas son apreciados más que por quienes ven en un cordero algo más que un asado o unas chuletitas. Los ingleses todavía se regalan —los que pueden— con un joint of mutton como los que describe Camba al hablar de Londres; los franceses, si no carnero, sí que disfrutan de los corderos grandes criados en prados junto al mar, los famosos corderos de pré-salé, sean de Normandía o Bretaña, sean de Pauillac, en Burdeos; son corderos que no dan lo mejor de sí en horno de leña, sino en fogones sabios y expertos; a mí me gustan muchísimo esos corderos, que no siempre se encuentran.
Entre nosotros, desaparecida la cocina de carnero y despreciados los corderos que ya han pastado, el cordero apenas sale del horno de leña o figura en platos más bien rústicos, como las innumerables calderetas de pastor típicas de las zonas que son cabeza de trashumancia; probablemente recuerdos de los tiempos de la Mesta, y platos realmente suculentos, pero siempre, ya decimos, algo rústicos de más. Cuando yo era niño, mi abuela distinguía el cordero lechal del que entonces llamábamos pascual, del tiempo de Pascua; éste ya había comido hierba, y sabía de otra manera. Hoy, ya digo, no gusta: sabe a borrego; en fin, de borrego son los excelentes asados de cordero de nuestros vecinos del Sur, los marroquíes.
Una de las recetas más apreciadas en el Siglo de Oro era el llamado carnero verde. Quede como curiosidad una versión de este plato grato a Felipe II. Hay que rehogar a fuego lento carne de carnero partida en trozos pequeños, con tocino también troceado, cebolla muy picada y, claro, aceite, revolviendo siempre para que no se pegue. Un par de horas después se echa caldo del puchero y, cuando todo esté muy cocido, se añade mucho perejil picadísimo, hierbabuena, ajetes, cogollos de lechuga y piñones; se ponen especias al gusto y se rocía con jugo de limón. Y ahí está el carnero en el prado, bien verde. Como pueden ver, se trata, como todo lo referente a este olvidado animal, de gastroarqueología en estado puro.