Aunque, para ser realistas, lo que la mayor parte de la gente entiende por salchichas son esos cilindros de composición nunca bien aclarada que suelen venderse en sobres de plástico a un precio que, sinceramente, suele desconcertarme. Me explico. A veces compro un bote de salchichas, y cada salchicha me viene saliendo más o menos a un euro. Pero veo, en los estantes de supermercados y similares, “salchichas” que vienen de diez en diez al precio de, más o menos, un euro por todo el conjunto. Y me pregunto, indefectiblemente, de qué estarán hechas.
Yo pasé unos cuantos años sin comer salchichas... a raíz de una visita a una factoría de una conocida marca de productos cárnicos. Vi hacer salchichas: buena vacuna. Con el tiempo, pensé que tenía que haber salchichas comestibles. Y las hay. Cuestan un dinero, pero las hay. Pero sí que hacía muchísimo tiempo que no me comía unas salchichas “de carnicero”. Qué pena: cuánto tiempo perdido.
La salchicha es, sin duda, un embutido antiquísimo. Nunca tuvo, la verdad, buena prensa; ya el mismísimo Apicio daba la receta para “falsificar” salchichas de Lucania. Y es muy castellano eso de “carne en calceta, para quien la meta”, lo que demuestra la general desconfianza sobre la composición de los embutidos. Se ha hablado muchísimo de salchichas “de perro”; y no ahora precisamente. Julio Camba escribió, en los años treinta del siglo recién terminado: “hay quien dice que están hechas de carne de perro; pero para decir esto se necesita no haber visto nunca a las salchichas vivas y coleando”. Y añadía: “la salchicha es un animal que no tiene la menor relación con la raza perruna, y su carne no es carne de perro, ni carne de gato, ni carne de burro, como la de los salchichones de Lyon, sino lisa y llanamente carne de salchicha”.
Bien, en España, al menos según el Diccionario, una salchicha es un “embutido, en tripa delgada, de carne de cerdo magra y gorda, bien picada, que se sazona con sal, pimienta y otras especias”. Como siempre, definición más bien parca. Porque no sólo de carne de cerdo están hechas las salchichas, aunque sea lo más normal, y la mención a “otras especias” abre puertas insospechadas. Sin ir más lejos, Ángel Muro, hace casi ciento diez años, da para las salchichas “ordinarias” pimentón, orégano y ajos, y para las “finas” pimienta, sal, clavillo y canela... sin contar que en la definición que da de salchicha en su monumental “Diccionario de Cocina” hable de que llevan “pimienta, jengibre, hinojo, sal y un poco de vinagre bien aguado”.
El hecho es que el otro día me hice con unos cuantos ejemplares de salchichas blancas —sin pimentón, como eran los embutidos hasta por lo menos el siglo XVII o quizá más tarde incluso— “de carnicero” en un establecimiento madrileño —“Viuda de Cuenllas”— de muy buena y merecida reputación. Me apetecieron, ya ven ustedes; era una llamada de otros tiempos. Y un sabor de otros tiempos. Ya en casa, procedimos. Las pusimos en una sartén, después de pincharlas varias veces con un palillo con objeto de facilitar la salida de su grasa, de que el calor llegue a su interior sin problemas y, sobre todo, de evitar que al freírlas reventase su piel. Eso sí, no las pinchen con un tenedor: los agujeritos estarán demasiado próximos, y la piel se les romperá inevitablemente.
Bueno, con nuestras salchichas en la sartén pusimos un poco de vino blanco, más o menos hasta la mitad del grueso del embutido. Fuego alegre, hasta que el vino se evaporó y fue sustituido, en el fondo de la sartén, por la grasa que soltaron las propias salchichas, que continuaron su fritura, con alegría desbordante de la que más vale alejar la ropa, hasta estar en su punto. Sin más dilaciones pasaron al plato; por influencia de las salchichas “globales”, les pusimos al lado un poco de buena mostaza; va bien, pero... no les hace falta.
En las copas, más vino blanco; y la última salchicha la metimos en pan, previamente impregnado en la grasita aromatizada por el mismo vino: un final grandioso para una experiencia que nos llevó a tiempos de pantalón corto y que nos supo mismamente a gloria. Y no crean que esa gloria venía del reencuentro con un sabor de la infancia, no: es que las salchichas estaban, literalmente, buenísimas.
Me alegro mucho de haber vuelto a saber a qué saben las salchichas. Las de verdad, las nuestras. Y... qué quieren que les diga: saben mucho mejor que todas las “frankfurt” o “brastwurst” de los anaqueles de los supermercados.