Hoy dejaremos a un lado caracoles y calamares y nos centraremos en los bivalvos marinos. Ahí sí que hay especies muy ricas. La ostra, ya hemos dicho, es la aristócrata de la familia, “clase” a la que se acerca alguna almeja, no todas. La elegante es la vieira, con su versión reducida, la zamburiña. Y el mejillón, la navaja y el berberecho serían, digamos, el pueblo llano. Pero todos son muy apetecibles. Y, además, con ellos pueden hacerse muchísimas cosas, desde comérselos tal como salen del agua, caso de las ostras y las almejas, a hacerlos intervenir en recetas de muy alta cocina, como ocurre con las vieiras.
Hasta hace nada, entre nosotros, la cocina de la vieira tampoco era como para echar cohetes; se comían al estilo gallego, y punto. Ojo, que al estilo gallego están muy ricas si se les sabe dar el punto adecuado; pero con ellas se pueden hacer muchísimas más cosas, desde un “carpaccio” a preparaciones de cierta complicación. Hay, básicamente, dos especies de vieiras: la del Atlántico, o “Pecten maximus” —olvidando otro de sus nombres, “Pecten veneris”, que significa nada menos que “peine de Venus”— y las mediterráneas o “Pecten jacobeus”; ya tiene perendengue que sea la más alejada de Compostela la que lleva el nombre del Apóstol.
Al contrario que la nuestra, la cocina francesa sí que ha dado con numerosas fórmulas para cocinar vieiras, a las que ellos llaman “coquille Saint Jacques”. Hoy nos hemos fijado en una, inspirada por ese fabuloso cocinero suizo, ya retirado, que es Freddy Girardet, que las mezcla con otro molusco: el berberecho. Las mezclas de moluscos no son nada raro, y suelen dar buen resultado; a mí me gustan mucho las ostras con bígaros —bivalvo con gasterópodo—, en receta original de los hermanos Troisgros, de Roanne (Francia). Pero hoy vamos con vieiras y berberechos. El berberecho era algo así como el pariente pobre de los bivalvos. Pobre por su precio, que no por su sabor. Los zoólogos le llaman ahora “Cerastoderma edule”, pero también era más bonita otra de sus denominaciones científicas: “Cardium edule”, o sea, “corazón comestible”. Ya no quedan poetas en la taxonomía...
Vamos allá. Laven cuidadosamente dos docenitas de berberechos: aunque hoy pasan por depuradora, pueden tener tierra, ya que viven en la arena. Laven dos cebolletas y píquenlas muy finas, incluyendo algo de lo verde. Sofríanlas con un poco de aceite y retírenlas cuando estén blandas. Pongan en la misma cazuela un vasito de Albariño y una hoja de laurel; cuando hierva, echen los berberechos. En cuanto se hayan abierto, retírenlos y extráiganlos de sus conchas. Pasen por un colador de tela el líquido que haya quedado en la cazuela, trasvásenlo a un cacito y llévenlo al fuego para reducirlo a un tercio de su volumen y concentrar su sabor.
Limpien las vieiras, sin dañar sus conchas, en las que volverán a poner la parte comestible del molusco, que salpimentarán y cubrirán con la cebolleta sofrita. Así “vestidas”, pónganlas en el cestillo de una olla para cocinarlas al vapor, tapadas, cuatro minutos. Calienten el jugo de los berberechos, añádanle cuatro cucharadas de nata y un poquito de mantequilla, además de una cucharadita de aguardiente, y trabajen esta salsa sin cesar hasta que esté espumosa. Mójenla entonces con unas gotas de zumo de limón e incorpórenle los berberechos.
Y ya. Pongan una vieira, con su concha, en cada plato; viertan en cada concha la parte alícuota de salsa y de berberechos; espolvoreen un poquito de pimentón por encima, y listo. Si quieren que la cosa se convierta en excelsa, pongan encima de cada vieira una cucharadita de caviar, “oscietra” o “sevruga”: es más sabor de mar, aunque sea un mar tan raro como el Caspio. Con este plato, y un buen Albariño en las copas, comprenderán que entre los moluscos todavía hay clases. La receta evoca un día de navegación a vela en una embarcación en la que la vieira desempeña el elegante papel del “yachtman” y los berberechos el menos vistoso, pero fundamental, de la tripulación: son los que ponen más sabor marinero.
Porque es en el mar, dicho sea con todos los respetos hacia los devotos de los caracoles terrestres y al antes citado personaje rabelesiano, donde se encuentran los más ricos moluscos, sobre todo los bivalvos, que, encima, tienen la amabilidad de carecer de endoesqueleto, es decir, que —oh alegría— no tienen espinas.