La caza y el vino se llevan muy bien, aunque Dionisos-Baco sea la antítesis, en lo que a conducta sexual se refiere, de la muy casta Artemisa-Diana. Esa conjunción, sumada a otras circunstancias, como la eclosión de las mejores setas, hace que el otoño sea la estación preferida por el buen gastrónomo. Pero no hace falta esperar a la apertura de la veda para disfrutar del hermanamiento vides-caza. Ahora mismo estamos en época de la llamada media veda, que pone al alcance de la escopeta del cazador y del tenedor del gourmet dos aves tan ricas como la tórtola y la codorniz, igualmente antitéticas desde la misma óptica que los dioses antes citados, ya que mientras la tórtola es fiel a su pareja durante toda su vida, la codorniz practica con entusiasmo la promiscuidad, lo que le valió fama —no comprobada— de afrodisíaca.
La vid, además de uvas, nos proporciona algún subproducto muy interesante. Dejando aparte los pámpanos, que coronaban la cabeza de Dionisos, nos da los sarmientos, tan útiles para conseguir un asado perfecto de chuletitas de cordero, y las hojas. Las hojas de vid —“yalanci dolmás”— desempeñan un papel importante en la cocina griega, donde, en cuanto uno se descuida, se las ponen delante rellenas, generalmente de arroz y a veces de cosas más sustanciosas. La verdad es que nunca me han hecho demasiada gracia, al menos no como verdura. Pero sí como envoltorio, que sustituye con ventaja al clásico papel de barba o al más moderno de estaño o aluminio a la hora de confeccionar papillotes en cuyo interior asar muy diversas y satisfactorias viandas.
Por ejemplo, unas codornices. De tiro, naturalmente; de viña, a poder ser, y ya estamos otra vez entre uvas. Hoy son habituales en los mercados las codornices de granja; la diferencia a favor de las de tiro es muy grande. Supuesto que se han hecho, por sus propios medios cinegéticos o por su amistad con un cazador, con unos cuantos ejemplares de estas avecillas, procederán sin más dilación, ya que la codorniz no tiene que ser mortificada antes de cocinarla; puede comerse —casi diría que debe comerse— recién cazada. Eliminen, ante todo, todo lo superfluo: plumas, cabeza e interioridades. No dejen de repasarlas bien, una vez desplumadas, para encontrar a tiempo el perdigón que detuvo en seco su vuelo; dar con él demasiado tarde, ya con el ave en el plato, puede tener muy perniciosas consecuencias para la salud dental del comensal. Con las codornices en perfecto estado de revista, procedan a sustituir sus entrañas naturales por unas lonchas —una por pájaro— de buen tocino ibérico, que albergarán en su ahora vacía cavidad abdominal. Salpimenten las aves, rocíenlas con unas gotas de aceite de oliva y envuélvanlas cuidadosamente en las correspondientes hojas de parra, haciendo tantos paquetitos como codornices.
Depositen estos envoltorios en el horno, calentado previamente, y déjenlos allí unos ocho minutos, según el tamaño de las piezas. Retiren los paquetes tal cual y resérvenlos al calor. Desglasen el fondo de la bandeja de horno con una copita de buen brandy o, mejor, de armagnac; reduzcan el líquido resultante, calentándolo, e incorpórenle un poco de jugo de carne; sigan calentando, hasta que obtengan una salsa más espesa que clara. Para guarnición, salteen brevemente unas hojas de espinaca y escúrranlas bien. Cuezan, al dente, unos cuantos puerros más bien delgaditos. Y, como toque exótico, caramelicen en agua con azúcar unos cuantos anacardos, háganlos brillar con mantequilla y dejen que se enfríen en una tabla de mármol.
Procedan, finalmente, a desempaquetar las codornices y a extraerles el tocino; como última operación, denles un golpe breve de gratinador. Pongan dos codornices, calentitas, en cada plato; repartan espinacas, puerros y anacardos, y completen con un cordón de salsa. Y a la mesa. Allí, en compañía de un tinto cuyas uvas hayan sido vendimiadas como poco hace tres años, comprobarán que la combinación es, literalmente... despampanante.