La primavera, la estación verde, el tiempo del renacimiento de la vida tras el invierno, ha sido siempre fuente de inspiración de grandísimos artistas; pensemos en esa maravilla que es “La primavera”, de Sandro Botticelli, o, cambiando la vista por el oído, en la joya llamada “La consagración de la primavera” compuesta por Igor Stravinsky.
Hay quien piensa que el cuadro del pintor florentino es una de las cumbres de la pintura del “quattrocento”, como hay quien afirma que la obra del compositor ruso es la partitura más importante del siglo XX. De lo que no cabe duda es de que tanto el cuadro de Botticelli (Galleria degli Uffizi, Florencia) como la obra de Stravinsky son dos de las imágenes que le vienen a uno a la mente cuando se habla de la primavera.
Pero la primavera, a los efectos que se tratan en estos comentarios, también tiene sus joyas, sus maravillas, en el terreno gastronómico. Para algunos serán los espárragos de abril; para otros, los primeros guisantes, las primeras habitas mínimas, los brevísimos tirabeques... Cosas, todas ellas, muy estimables y estimadas. Pero hoy queremos traer a colación uno de los emblemas más deliciosos de la primavera, una vez que ha llovido a gusto, ha escampado —nunca llovió, dice el refrán, tanto que no escampara, ni siquiera cuando el Diluvio, que tampoco fue para tanto, menos de mes y medio— y ha salido el tibio y agradable sol primaveral: las setas de primavera, las setas de San Jorge y San Prudencio. Los perretxikos.
Conocidos mayoritariamente con el nombre científico de “Calocybe gambosa”, aunque también con el de “Tricholoma georgii”; llamados en castellano “seta de San Jorge”, porque es en torno al Día del Libro cuando suelen aparecer los primeros, y denominados “moixernós” por los catalanes, los perretxikos —se ha impuesto la grafía vascuence, ya que el DRAE no recoge la voz ni con “tx” y “k” ni con “ch'” y “c”— son uno de los mejores regalos de la primavera.
Regalos... hasta cierto punto. Estos días, en una de las mejores fruterías-verdulerías de Madrid, “Frutas Vázquez”, establecimiento al que muchos llaman “Joyas Vázquez”, en la calle de Ayala, los primeros perretxikos de la temporada se cotizaban nada menos que a 120 euros el kilo. Si se trata de hacer un regalo, nada mejor que un cuarto de kilo de perretxikos al modo que canta Joan Manuel Serrat en su entrañable “Els vells amants”, o sea, “embolicats en paper de plata”. Un cuarto de kilo de perretxikos “de botón”, la verdad, cunde lo suyo.
Sobre todo si se comen como yo, humildemente, pienso que están más ricos: tal cual, quiero decir perfectamente crudos, pero perfectamente limpios de tierra. A mí el aroma a harina fresca de los perretxikos me parece inigualable, como su sabor; si son pequeños me encanta comerlos totalmente “al natural”, sin someterlos a más manipulaciones que una escrupulosa limpieza.
Si no puedo comerlos así, como solía hacerlo junto a la barra del “Currito” de la Casa de Campo madrileña mientras me bebía un txakolí con el propio y queridísimo Currito (José María González Barea, una de las figuras de la cocina española más queridas), trataré de que me los pongan simplemente salteados, brevemente, lo justo para eliminar parte de su agua de vegetación, sin más añadidos y sin que me los dejen convertidos en pura lignina, que es madera, cosa que sólo son capaces de digerir las carcomas, no los seres humanos.
Lo normal, sin embargo, es que le ofrezcan los perretxikos con huevos revueltos. Nada que objetar: el huevo “alarga” el plato, y si el revuelto no se confunde con una tortilla francesa, cosa desgraciadamente bastante frecuente, la combinación es perfecta. Conviene, eso sí, hacer el revuelto no a fuego directo, sino al baño maría; y si se quiere una untuosidad máxima, es bueno añadir un poco de nata líquida al batido de huevos.
Lo demás... músicas celestiales, pero no de Stravinsky. Para los verdaderos amantes de los perretxikos, es una herejía servir cinco o seis como comparsas de otro plato; donde haya perretxikos, han de ser protagonistas, nunca actores “de reparto”. Hagamos una concesión a la tradición vitoriana de San Prudencio, que combina perretxikos con caracoles, aunque uno sea poco amigo de los gasterópodos terrestres, de los que lo que más aprecia es la salsita con la que suelen servirlos en los aledaños del Rastro madrileño.
Perretxikos. Botticelli se equivocó en su cuadro: del regazo de la diosa Flora no deberían caer sólo flores como símbolo de la primavera. Se le olvidaron los perretxikos, esas delicadas, mínimas, deliciosas, setas de primavera: una joya, un don de la Naturaleza... cotizadísimo en el mercado. Qué se le va a hacer: lo bueno no tiene precio.