Luego está la de siempre, la del Gran Sol, caladero situado al sur de Irlanda cuyo nombre no tiene nada que ver con el astro rey, sino que es la trascripción fonética del francés “Grand Sole”, que significa “gran lenguado”. La merluza del Gran Sol, descargada fundamentalmente en las lonjas de La Coruña y Burela, es lo que podríamos llamar merluza “refrigerada”, ya que viaja rodeada de hielo. Por cierto, que la política de la UE sobre la merluza, sus cupos restrictivos, hacen que, aunque a ustedes les deje saberlo tan atónitos como a mí cuando me enteré, cerca del ochenta por ciento de las capturas vuelven al mar... muertas. Es el llamado “descarte” a bordo, que viene impuesto por razones económicas o, como decimos, de legislación comunitaria.
La “del pincho” y la del Gran Sol son merluzas-merluzas, que responden al nombre científico de “Merluccius merluccius”; pero lo que hoy tenemos en las pescaderías, frescas —lo dicho para el Gran Sol: refrigeradas— o congeladas, son merluzas de otras especies y de otros mares. La que más, la chilena (Merluccius gayi); por cierto, que en Chile se llama “merluza española” a otra especie, la merluza patagónica o austral (Merluccius polypepis). No son mucho menos frecuentes la merluza de El Cabo (Merluccius capensis), la de Senegal (Merluccius senegalensis), la de Boston (Merluccius bilinearis) ni la argentina (Merluccius hubbsi). Ya ven adónde hay que ir a pescar para satisfacer el ansia española por la merluza.
Que no es poca. Un dato: en el año 2001, por Mercamadrid pasaron más de 18.500 toneladas de merluza fresca, a las que hay que sumar 8.300 de pescadilla, también fresca, y además 7.042 de merluza congelada y 860 de pescadilla en el mismo estado. Casi treinta y cinco millones de kilos de merluza, que se dice pronto. Con razón decía, a finales del XIX, Ángel Muro que la merluza era “el pescado español por excelencia”.
En fin, merluza frita. La cosa no tiene demasiados lances. Que les hagan, en la pescadería, filetes hermosos, de entre 200 y 250 gramos cada uno, sin espinas ni piel. Ya en casa, sálenlos con cierta antelación. Cuando vayan a proceder, enharínenlos ligeramente, lo justo para que tomen el huevo, medianamente batido, por el que pasaremos esos lomos justo antes de ir a la sartén, donde tendremos buen aceite, caliente, pero no hirviente. Pongan los lomos con la parte en la que estuvo la piel hacia abajo. Déjenlos unos tres minutos, hasta que se doren ligeramente los bordes, y denles la vuelta; ténganlos así otros tres minutos, sáquenlos de la sartén, escúrranlos bien, pónganlos medio minuto sobre papel absorbente para eliminar todo rastro de grasa... y a la mesa. Les va maravillosamente una ensalada de lechuga —eviten, si pueden, la “iceberg”— y cebolla tierna, aliñada con sal, aceite virgen y limón.
Eso, para hacer plato. Pero para aperitivo, nada mejor que dividir los lomos en trozos de, como mucho, un par de bocados y, lógicamente, disminuir el tiempo de fritura. Pueden servirse al salir de la sartén, sobre canapés, como lo hace en su “Goizeko Kabi” madrileño Jesús Santos, que los convierte en un bocado glorioso. Pero también están buenísimos fríos. A la merluza le sientan bien las “efes” que pedía Emilia Pardo Bazán para las truchas: frescas, fritas y frías. Doña Emilia añadía una cuarta “efe”, la de “fiadas”, pero tratándose de merluza nos parece bastante problemático.
La merluza frita y fría es el ingrediente básico de uno de los más sibaríticos bocadillos que puede uno tomarse; naturalmente, en este caso hay que usar lomos perfectamente desespinados: sería muy molesto encontrar espinas en un bocadillo. A mucha gente le gusta con mayonesa; yo no soy demasiado partidario, pero no porque la combinación sea mala, que no lo es a poco que la mayonesa sea honrada, sino porque los bocadillos con salsa acaban, indefectiblemente, dejando señales indelebles en mis pantalones.
Un gran plato, un exquisito aperitivo y un bocadillo sibarítico. ¿Hay quién dé más que nuestra merluza frita?