
Hoy, el faisán mantiene su aureola de lujo, pero no su elevado precio, que hizo escandalizarse a Ángel Muro cuando cuenta que una pieza costaba en “Lhardy” —hablamos de 1892— nada menos que 240 reales. Fue, en tiempos, ave frecuente en los terrenos de caza de la Corona española. Ahora prácticamente todos los faisanes, incluso los cobrados en cacerías, son de granja. Pero esa aureola de lujo ha hecho que las grandes recetas de faisán sean hoy disuasorias por su precio, ya que incluyen ingredientes muy caros. Baste citar el faisán “a la Santa Alianza”, que quizá fuera el favorito de Fernando VII tras la intervención en la política española de los llamados “cien mil hijos de San Luis”. Esa receta rellena al faisán nada menos que con becadas, y hace servirlo sobre una tosta impregnada de las interioridades de esa apreciadísima ave de caza.
No le va a la zaga el archifamoso faisán “al modo de Alcántara”, receta llevada a Francia por el mariscal napoleónico Junot, exaltada después por Escoffier y sobre cuya paternidad disputan extremeños y portugueses; la receta requiere trufas, hígados de pato, vino de Oporto... La verdad es que las trufas le sientan bien al faisán, como le sientan bien a todas las aves de corral de calidad, que es la categoría en la que incluimos a esta gallinácea, aunque muchos textos culinarios se empeñen en mantenerla en la nómina de las aves de caza. Bien, supongamos que han adquirido una faisana, que es mucho menos espectacular que el macho, pero que también es más tierna y de mejor sabor, y que se han hecho también con unas buenas trufas negras. Cepillen las trufas y límpienlas con un paño húmedo. Desplumen, chamusquen y vacíen el ave, reservando su hígado y su corazón y extrayéndole el hueso de la quilla. Salpiméntenla.
Ahora, trúfenla, esto es, introduzcan entre piel y carne rodajas de trufa; déjenla así unas horas, en la nevera. Cuando llegue la hora de la verdad, sofrían en una sartén con un chorrito de aceite unos dados de tocino; retírenlos cuando hayan soltado su grasa, en la que saltearán las interioridades reservadas de la faisana, picadas, junto con los recortes y peladuras de las trufas y una docena de castañas peladas y cocidas. Rocíen con una copita de oloroso y un chorrito de brandy; dejen que se evapore en alcohol y rellenen con la mezcla la faisana. Cierren, cosiéndolos, los orificios del cuello y el extremo opuesto del ave; cubran sus pechugas con unas lonchas de tocino y átenla para mantener su forma. Métanla en una brasera en la que habrán vertido parte de la grasa del tocino, y llévenla al horno; calculen unos 20 minutos por cada medio kilo. Al principio, trabajen con la brasera tapada; a mitad de cocción, destápenla. Mojen el ave de vez en cuando con su propio jugo. Cuando falten seis o siete minutos para que esté, retiren las lonchas de tocino para que las pechugas tomen color.
Pasen la faisana a una bandeja de servir, caliente. Eliminen el posible exceso de grasa que haya quedado en el fondo de la brasera y desglasen el resto con un poco de caldo de ave; ya fuera del fuego, liguen ese desglasado con mantequilla para obtener una salsa “de terciopelo”. Confíen el trinchado del ave a alguien que sea hábil en tan delicado menester, y sirvan el relleno como guarnición. Un gran plato navideño, de una gran ave, como manda la tradición. No escatimen en el vino: la ocasión se merece que descorchen un gran tinto, ése que tienen guardado —ojo: no olvidado— en su bodega para un festín memorable. Es plato para un Vega Sicilia, vino digno de aquel rey de Lidia que se llamaba Creso... y sería por algo, aunque ya no sea, ni mucho menos, el más caro de los vinos españoles.