Aunque todavía haya quienes creen en los milagros, parece que la mayoría de los ciudadanos se ha dado cuenta de que el único sistema infalible para adelgazar es... pasar hambre. Y la lechuga es algo así como la panacea contra esos centímetros de más, que, seamos sinceros, son lo que preocupa, y no los kilos. De modo que... a comer lechuga. Encima, con poca sal, por aquello de la tensión; y con poquísimo aceite, que es una grasa, sanísima, pero una grasa. Y uno se siente rodeado por un mar de lechuga. Ve lechuga de mil maneras diferentes en los anuncios de la televisión; va a un restaurante de nivel medio y observa que está de moda inundar los platos con las más variadas lechugas, que hay que separar cuidadosamente para encontrar el meollo de la cuestión...
Dejando aparte el hecho de que invariablemente la lechuga me sabe igual que le sabía a Serrat el nombre de aquella chica que nadie sabe cómo se llamaba, o sea, a hierba, y no me gusta la hierba, no es que tenga nada contra la lechuga. Trato de cruzarme con ella lo menos posible, simplemente. Y si es lechuga “iceberg” la evito sistemáticamente. Me gusta una ensaladita de lechuga y cebolla, mejor si es cebolleta, con la sal necesaria, un buen aceite virgen y unas gotas de buen vinagre. Pero poco más.
Siempre recordaré la lechuga que, en unos ya lejanos Sanfermines, me pusieron delante en el “Olaberri” de Pamplona; con lechugas como aquella yo no estaría ahora escribiendo esto. Pero como aquella me han caído pocas en millar. He aprendido a declinar cortésmente los ofrecimientos de cogollos de lechuga; si las hojas no me hacen demasiada gracia, imagínense ustedes la que me hace el tronco. Y un cogollo es, básicamente, un tronco camuflado bajo algunas hojas que, a su vez, tienen un “nervio” central francamente maderizado.
Por otro lado, y aunque soy consciente de que me sobra un par de kilos, y algo más que un par de centímetros, especialmente allí donde se supone que está la cintura, tampoco hago de ello ninguna tragedia, ni siquiera un drama; pero asisto divertido a la comedia bianual de los devoradores de lechuga por cuestiones estéticas. En mi caso, la vuelta no es a la lechuga, sino a los guisos, esos guisos que, este verano, con los tremendos calores que padecimos en todas partes, apetecían menos. Por eso, a lo mejor, me apetecen tanto ahora; y eso que este verano hubo unas cuantas ocasiones gastronómicas muy dignas de ser almacenadas en la memoria.
Me apetece un marmitako. Me apetecen unas pochas. Incluso me apetecen unas pochas con atún blanco, un marmitako de alubias tiernas. Pero tampoco les voy a hacer ascos a unas lentejas, sean sólo vegetales, sean las “corrompidas” con chorizo. No se pueden imaginar lo que me apetece un buen estofado, de morcillo de ternera a poder ser. Y la caza de septiembre, la de la media veda, las codornices, las tórtolas... Septiembre, la rentrée, es una mina de posibilidades; ahora será cuestión de esperar que llueva un poquito y escampe, para que proliferen las setas. Se han ido las sardinas, o están a punto de irse, como el susodicho atún blanco; pero el primer mes con erre promete la vuelta de la centolla y sus parientes...
Con todas esas posibilidades, y muchas más que harían la lista interminable, ¿cómo me voy a poner a dieta de lechuga? Sería un desprecio a la mismísima Naturaleza, que nos ofrece tantas cosas ricas; y otro desprecio a la ciencia culinaria, aun reconociendo la habilidad que requiere el aliño correcto de una ensalada. Que conste que hay veces que me apetece una ensalada, pero casi siempre como escolta de algo, aunque haya días que, como suele decirse, “me la pide el cuerpo”. Son, por fortuna, pocos; uno ha tenido tiempo en su vida de inducir a su cuerpo peticiones gastronómicas de mayor cuantía. Y, en todo caso, pronto tendremos escarola, que sí que me gusta mucho. Pero la gama de lechugas, con sus “iceberg”, “hojas de roble”, “lollo rosso” y demás, no entra en la relación.
Porque, entre otras cosas, cuando pienso en una ensalada de andar por casa me la imagino rojiblanca: un tomate bien compacto, lleno, oloroso, en su punto; una dosis suficiente de cebolla con un puntito de picardía; unos granos de sal marina; un generoso hilo de un gran aceite virgen... Ya ven, el tomate está en el otro extremo de mis preferencias ensaladeras: me encanta. Cuando es bueno, claro. Pero eso, qué quieren que les diga, me suele pasar con todo. De modo que esos centímetros de mi perímetro abdominal no parece que corran demasiado peligro.