Tiene suficientes merecimientos, desde luego. Su carne blanca, firme, ofrece un sabor tan delicioso como tenue; esa última cualidad hace que, aunque se hayan creado fórmulas complicadísimas para cocinarla, las que mejor le van sean las más sencillas. Esto, los cocineros españoles lo saben desde siempre; los franceses, que nunca han sido maestros en la cocina del pescado, no tanto.
Hace casi un siglo, el gallego “Picadillo” ya escribió: "Tanto este pescado como el rodaballo (...) son de un gusto delicado y de una finura extraordinaria. Por eso en la cocina no se emplean más que cocidos, pues prepararlos de otra manera es hacerles perder gran parte de su mérito. Ahora sí, en esta forma son susceptibles de ser presentados con multitud de salsas que ayudan a hacerlos todavía más finos y agradables". Un tanto radical, pero tenía razón.
Sin embargo, durante mucho tiempo la receta reina para la lubina fue la muy francesa lubina al hinojo —“bar au fenouil”—, fórmula sin duda excelente, pero en la que, al final, a lo que sabía la lubina era a hinojo; y el hinojo tiene una fuerza capaz de arrasar cualquier sabor, más aún uno tenue como el de la lubina.
Nuestro protagonista tiene muchos nombres. El científico, puesto por Linneo, es “Dicentrarchus labrax”. “Lubina”, como pueden suponer, viene de “lobo”, y hace referencia a su voracidad. Los gallegos solemos llamarle “robaliza”, especialmente a las que no son muy grandes. Es “llobarro” para los catalanes, “robalo”, pero también “róbalo”, en otras zonas de España, “llop” en Baleares... Los franceses le llaman, según dónde, “bar” o “loup”; no son los únicos que recuerdan al lobo, ya que los alemanes la conocen por “Wolfsbarch”. Para los ingleses es “seabass”. Y los italianos la denominan “branzino” o “spigola”.
Vive en todo tipo de fondos, pero también entre aguas y en superficie. En todo caso, es pez costero, de aguas poco profundas, que prefiere limpias. No le importa adentrarse en las desembocaduras de los ríos. Bastante gregario, es un gran depredador, que se alimenta sobre todo de peces pequeños. Es relativamente abundante... aunque ahora se puede comprar “por catálogo”, si se trata de ejemplares procedentes de la acuicultura. La cría de lubinas en cautividad es muy antigua: ya los romanos la practicaron con éxito. Pero no se vayan a creer que las cosas han cambiado demasiado: en el siglo I de nuestra Era, el gaditano Lucio Junio Moderato Columela, que en su monumental “De re rustica” da sabias instrucciones para su cría, no deja de advertir que, de todos modos, los “exquisitos” romanos rechazaban esas lubinas y preferían las pescadas “entre los dos puentes” del Tíber, el Milvius y el Sulbius.
Ya que estamos en primavera, vamos a sugerirles una lubina francamente primaveral. Levanten cuatro lomos de lubina, quítenles las espinas y sálenlos. Limpien, pelen y repelen habitas tiernas hasta conseguir 300 gramos; cuézanlas al vapor, y hagan lo propio con doce puntas de espárragos verdes, cuatro cabezuelas de brécol y cuatro hojas de espinaca. Hagan la lubina en una sartén con unas gotas de aceite, por la parte de la piel, cuatro minutos; pásenla a una fuente y termínenla a horno muy bajo mientras terminan la salsa. Para ello, echen en la sartén en la que han hecho el pescado unos 50 gramos de almendras crudas picadas; dórenlas un poco, añadan medio vaso de vino blanco, ralladuras de piel de limón verde y unos granos de pimienta verde, en un guiño a Pedro Subijana, autor de la famosísima lubina “a la pimienta verde”. Dejen reducir un poco el líquido y aclárenlo con un poco de “fumet” de pescado. Pongan un lomo de lubina en el centro de cada plato, rodeado de las verduras dispuestas con armonía. Dibujen un cordón con la salsa y decoren con un par de gajos de limón, sin piel externa ni interna. Ya verán.
Lubina. Protagonista, a su pesar, de numerosos banquetes nupciales: siempre queda bien y, sobre todo, aunque siga habiendo mucha gente que niega todo valor a la lubina “de granja”, es un pescado que sigue manteniendo un aura de finura, de nobleza y de precio que, hace un cuarto de siglo, lo convirtió en el favorito de una nueva clase política que emergió tras las primeras elecciones municipales de la democracia, que llegó a hacer del “a mí, lubina”, una especie de grito de guerra cuando sus miembros se sentaban a la mesa de los restaurantes elegantes.