Hace muchos años que terminé el bachillerato, y unos pocos menos que dejé mis frustrados estudios boticarios; pero todavía creía acordarme de que la leche era una de las principales fuentes de calcio e incluso de vitamina D –o provitamina, que ahora no me acuerdo bien–. Para mi sorpresa, ahora me ofrecían leche que contenía calcio o vitamina D. Pensé entonces que si se especifica que tal o cual leche contiene una de esas sustancias, la que no lo dice carece de ellas. Tenía mis dudas respecto a la vitamina, que recordaba como liposoluble, es decir, soluble en grasa, no en agua, por lo que siempre dudé que la leche desnatada, y aun la semidesnatada, pudiese cubrir mis necesidades de esa vitamina; pero lo del calcio lo seguía teniendo clarísimo.
Lo demás, menos. No estaba muy seguro respecto a la vitamina A, aunque pensé que si la contiene la mantequilla será porque viene en la leche. El fósforo, claro está, me sonaba a marisco, por lo menos. La fibra, a alcachofas, porque no soy usuario de cereales mañaneros más que bajo la forma de pan, de pan corriente y moliente, con su corteza y su miga. Y el flúor lo asocio inevitablemente con la pasta dentífrica. La jalea real, claro, con las abejas. De modo que no entendí muy bien qué podían pintar esas cosas en un cartón de leche. Al final me llevé mi leche "semi" de todos los días, con –eso creo– sus normales contenidos de calcio y vitamina D. Pero de vuelta a casa, en lugar de echar un vistazo a las portadas de los periódicos, iba inmerso en una mezcla de nostalgia y estupefacción.
Nostalgia, que es un sentimiento del que no me gusta abusar, de la leche de mi infancia. Una leche a la que no le habían quitado ni añadido nada, que sin duda venía en peores condiciones higiénicas que la de ahora, pero con cuya nata –¿ustedes han visto alguna vez nata en la leche "comercial" de ahora? – mi madre hacía unas galletas que me parecían insuperables, y mi abuela elaboraba, cuando hacía falta en la despensa, una mantequilla maravillosa. Estupefacción, porque estaba convencido de que las tendencias dietéticas actuales iban hacia lo que se llama "alimentación natural". Y yo entiendo por "natural" lo que no está manipulado. Me da igual que se manipule para bien que para mal, en este sentido. Y lo que me deja atónito es que me cuentan que esas leches con añadidos externos, cuando no extraños, se venden una barbaridad.
¿En qué quedamos? ¿Queremos alimentos "naturales" o, por usar la absurda terminología comercial en boga, "enriquecidos"? Yo prefiero claramente los "naturales", y meto en ese saco hasta a los pretendidamente "ecológicos". Me gusta la carne sin finalizadores ni hormonas, de vacas que hayan comido lo que comen las vacas, es decir, hierba; me encanta la carne de los animales de caza porque estoy razonablenemte seguro –sólo razonablemente– de que en su alimentación no interviene la codicia humana; prefiero un pescado de mar a otro de "piscina", y me gustan las frutas y verduras sin pesticidas. Pero, por lo mismo, me gusta la leche más o menos como sale de la vaca, admitiendo, como es lógico, su tratamiento higiénico.
No soy demasiado amigo de la cocina "de fusión", de modo que tampoco lo soy de los productos que podríamos considerar también "de fusión". No estoy a favor de la excesiva e innecesaria manipulación de los alimentos; si exijo una cocina lo más natural posible, empezaré por exigir unos alimentos "naturales" hasta donde se pueda ser natural. Vamos, que lo de la leche con jalea real me suena al viejo chiste del elefante y la hormiga, o al del oso hormiguero; una de dos, o esa leche procede de vacas que se crían cerca de colmenas, con los picotazos correspondientes, o está manipulada. ¿Para enriquecerla? Eso pretende la publicidad, desde luego.
En fin, ya en casa desayuné vitamina C en forma de zumo de naranja, cereales en forma de pan y –supongo– calcio y vitamina D bajo el aspecto de mantequilla y leche, además de algo relacionado con las abejas: miel. Y que alguien me diga que mi desayuno no es "natural" o "equilibrado".