La tratamos con tal confianza que nos referimos a ella llamándole fabada, a secas; mal hecho, porque, como decimos, platos con cerdo y alubias hay muchos, pero fabada una sola: la asturiana.
Ignoramos, eso sí, su fecha de nacimiento; pero las alubias, tal como hoy las conocemos, vinieron de América. ¿Cuándo se incorporaron a la cotidianeidad gastronómica asturiana? ¿Con qué hacían los asturianos su fabada, si la hacían, antes del siglo XVI? Me temo que son preguntas que no tienen fácil respuesta. La primera referencia a la fabada en un libro de cocina data de 1913, de La cocina española antigua de la coruñesa Emilia Pardo Bazán. En la primera edición del Libro de las Nieves, subtitulado Ramillete del ama de casa y firmado por Alas Pumarino —es un seudónimo—, de 1912, aparece algo muy parecido, pero bajo el nombre de potaje de alubias.
La receta de doña Emilia es muy razonable, aunque no incluye más ingredientes que fabes, tocín y morciella. Dice que el secreto está “en curtir muy bien los vegetales con las grasas”, advierte de que del grado de cocción “sólo puede juzgar la guisandera que la atiende” y señala que “más vale que las fabes se deshagan —se supone que en la boca— que encontrarlas duras”. Y añade: “el codillo de cerdo, un buen trozo de jamón, unos chorizos, lejos de adulterar la fabada, la mejoran”. Y tanto.
Hay mucha gente que hace fabadas extraordinarias. Pedro Morán ha hecho de esta suculencia la bandera de su “Casa Gerardo”, en la asturiana Prendes; pero, cuando me entran ganas de fabada, me bajo a los dominios de Julia Bombín, la “señora Julia” para toda la clientela, que lleva treinta y cinco años haciendo fabadas en su restaurante “Asturianos”, a pocos pasos de mi casa.
El que podríamos llamar común denominador es sencillo. Partimos de utilizar ingredientes asturianos y de la máxima calidad: no hay buenos platos, ya saben, con malos ingredientes. Hay que someter previamente al preceptivo remojo a las fabes, por un lado, y al lacón y el tocino, por otro. Las primeras, para hidratarlas; los segundos, para rebajar su contenido en sal. Hecho esto, se ponen a cocer las fabes en agua fría; hay quien lo hace en la misma agua del remojo, cosa que me parece un poco guarrindonga. Han de cocer a fuego suave, amoroso; si su calidad es buena, deberían estar listas en hora y media. Es habitual asustarlas añadiendo un poco de agua fría si la original deja de cubrirlas; hay quien llama a esto plasmar les fabes. Con ellas, o un poco después, se ponen en la cazuela el lacón y el tocino; a mitad de cocción, las morcillas y los chorizos. El punto de sal estará en función de la que aporten el lacón y el tocino.
Y cuando las fabes hayan cumplido con su obligación de convertirse casi en manteca, se separa la cazuela del fuego, se deja reposar un buen rato... y a la mesa. Deben quedar enteras y untuosas, no aguachinadas. Luego hay, claro, variantes personales. Hay quienes añaden un poco de azafrán, para darles color. Otros incorporan casi al final un refrito de ajos y pimentón; no faltan quienes añaden cebolla, y otros machacan unas cuantas fabes, con o sin ajo, y las reincorporan a la cazuela, para espesar la salsa.
Con la fabada en la mesa, caben varias opciones, básicamente tres: la de quienes prefieren comerse primero las fabes y luego las carnes, el compango; la de los que prefieren servirse todo junto tal como viene, lo que obliga a utilizar cuchillo y tenedor, y la de los partidarios, como yo, de comerse la fabada a una sola mano, para lo cual primero desmenuzamos los elementos cárnicos, especialmente la morcilla, y luego los mezclamos con las fabes. Para mí, la fabada es plato único... lo que no quiere decir que me tome sólo un plato... aunque no llego a la marca lograda ante mí, en ocasión memorable, por mi añorado y prematuramente desaparecido amigo Ismael Fuente Lafuente, asturiano, que comió fabada como aperitivo, entrante, primero, segundo y postre. Yo dejo un huequecito para coronar la fabada con un buen arroz con leche.
Con la fabada bebo un tinto honrado, con cuerpo, pero no demasiado agresivo. La sidra me gusta mucho, pero para otros menesteres. Y después, tras breve y placentera sobremesa, me sumerjo en una reparadora siesta al estilo de las de don Camilo José Cela. La fabada asturiana tiene su liturgia, sus ritos, que conviene respetar en beneficio de una buena digestión.