Naturalmente, se sirvieron los aperitivos más emblemáticos del veterano restaurante madrileño: el siempre espléndido jamón ibérico, las tostas de champiñones, los espárragos verdes fritos y, claro, las croquetas; cuatro elementos perfectamente predecibles. O sea: todo muy bien, en estilo “de siempre”, sin aventuras.
Para eso ya estaba el trío Adriá-Arzak-Roncero. Su despliegue de aperitivos fue espectacular, y siempre dentro de esa cocina de máxima creatividad, pero por esta vez sin contener elementos demasiado desconcertantes; creo yo que sólo tres cosas, las avellanas en texturas —cubiertas de mantequilla de avellana y avellana molida—, los pétalos de rosa en “tempura” y la piruleta de pistachos entran en el capítulo de meros “divertimentos”.
Porque lo demás fue creativo, probablemente novedoso para muchos, especialmente si no frecuentan ni “El Bulli” ni el Casino de Madrid, pero sólido y en la línea “seria” de las casas que elaboraron el menú. Primero, los “minis”: el “yogur-yogur”, en el que una fina película de este derivado lácteo envuelve una fluida crema de yogur; el crocante de maíz que se moja en guacamole, guiño americano; los cortes —al estilo de ese tipo de helados, pero de un bocado— de queso parmesano o de foie-gras, y las fresas con gelatina de Campari.
De ahí, a aperitivos de más enjundia, más, diríamos, “nutritivos”: los fardos de calamar con vinagreta de su tinta, un clásico “adriático”; el sorprendente y delicioso bocadillo “hueco” —lo que está hueco es el pan, sin miga— de jamón ibérico; las cigalas envueltas en costra de hongos; la brocheta de gambas “vestidas” de fideos chinos; las alcachofas con huevo de codorniz y coronadas con huevas de trucha...
Finalmente, dos genialidades técnicas: las patatas souflées rellenas de yema de huevo —¿cabe imaginar mejor combinación que patatas fritas y yema?— y los “mágicos” raviolis esféricos de guisantes, dos “tapas” que hay que tomar con ciertas precauciones para no “condecorarse”, dado su contenido líquido...
Verán que, el viernes y el sábado, los “pinchos” fueron eso: pinchos. Es decir, cosas que se pueden comer a una mano, de pie, sin dificultades, sea directamente con la mano, sea desde una cucharilla de porcelana o de metal. Y es que un pincho ha de ser algo fácil de comer, que no obligue a hacer juegos malabares con copa, servilleta, comida y cubiertos, ya que los seres humanos, a diferencia de algunos dioses y diosas del panteón hindú, sólo tienen dos manos.
Sobresaliente, pues, en el capítulo de aperitivos: platos clásicos o creativos, capaces de mostrar, mucho más que un menú corto, lo que se está haciendo en la cocina española ahora mismo, tanto en la 'alta cocina' tradicional como en la vanguardia.
Bien, también, en líneas generales, los menús “formales”. En primavera, como es lógico, verduras de primavera: espárragos blancos, habitas tiernas... Se evitaron problemas en el capítulo marino: en la cena se puso rape, que es pescado de textura firme y que carece de espinas peligrosas. Y en la comida, se optó por una tartaleta —un “vol-au-vent”, o “volován” según el DRAE— de dos crustáceos, bogavante y langostinos, que tampoco tienen espinas, cosa que siempre subrayaba Josep Pla.
También se huyó de problemas a la hora del plato de carne; esto de las carnes de animales de cuatro patas tiene sus pegas según la religión de cada convidado, de modo que la presencia del cerdo se limitó a la fuente de jamón y, en la mesa, se optó por dos aves sin complicaciones: el pato y el capón, en este caso heredero palentino de un viejo invento romano.