Ya hace tiempo que también intentan dárnosla con queso en platos sólidos. Proliferan en las cartas de cierto segmento de restaurantes los solomillos al Cabrales, o cosas parecidas, en los que la carne se ve anulada, en lo malo y, sobre todo, en lo bueno, por la potencia de esa salsa de queso, que lo arrasa todo, lo invade todo, lo anula todo. Bueno: a mucha gente le gusta.
A mí, no. A mí, con estos platos, me pasa como cuenta Julio Camba que le pasó a él en Londres cuando le sirvieron un bistec con mermelada. La camarera, extrañada del rechazo del plato, le preguntó a Camba si no le gustaba el bistec, a lo que el arosano contestó que sí, que le gustaba. La empleada quiso saber después si no le gustaba la mermelada, y Camba hubo de aceptar que sí, que también le gustaba. Pero —aclaró— por separado... A mí me gusta el solomillo —no es la pieza de carne que más me atrae— y me gusta el Cabrales; pero cada uno en su plato.
En comidas “de pie forzado”, con menú prefijado, me he tenido que enfrentar a genialidades de éstas con cierta frecuencia: en ninguna ocasión el plato estaba logrado. Siempre el queso podía con todo lo demás; y, puesto a tomar queso, lo prefiero sin aditamentos cárnicos. Por eso me quedo atónito cuando, en no pocos bares y restaurantes de carretera, en la lista de bocadillos veo propuestas como “de jamón de Jabugo con Camembert” o de chorizo ibérico con una conocida marca de queso de untar... ¿Cómo puede haber alguien capaz de meterle un Camembert —que de Camembert sólo tiene el nombre, desgracia procedente del hecho de que no exista una Denominación de Origen “Camembert” y se utilice ese ilustre nombre para bautizar quesos infames— nada menos que a un jamón de Jabugo, o de Guijuelo? Y, encima, caliente... ¿Qué le puede aportar un queso cremoso, untable, a un chorizo de cerdo ibérico, o a un morcón de la misma procedencia? A mí me parecen parejas antinaturales; pero, una vez más, veo que la gente se las come.
No soy, para nada, enemigo del queso en la cocina. Me encanta, por ejemplo, en ensaladas; me gusta mucho el queso de cabra, a la brasa, con una ensalada que incluya algún gajo de cítrico, diversas lechugas, unos frutos secos... Naturalmente, uso queso en muchos platos de pasta: eso sí, lo rallo yo mismo, en el último momento, sobre los spaghetti o lo que sea. No sé, hay muchas posibilidades de usar sabiamente muy distintos quesos en la cocina sin necesidad de invadir un solomillo.
Hace unos días, en un lugar de La Mancha de cuyo nombre no sólo quiero acordarme, sino que se lo digo a ustedes, el restaurante “Las Rejas”, de la capital mundial del ajo, Las Pedroñeras, el gran cocinero que es Manuel de la Osa me obsequió con un menú inolvidable en el que, tras dos aperitivos deliciosos —una sopa fría de tomate con atún de almadraba y un “minisandwich” de foie-gras con una salsita de naranja y un cordón de reducción de vinagre de Módena—, apareció en la mesa un plato con el queso —manchego, por supuesto— como protagonista.
Era una maravilla, que en mis recuerdos eclipsa incluso a la más conocida de las creaciones de Manolo de la Osa, esa famosísima sopa fría de ajo que ya ha dado la vuelta al mundo. Era un “jugo de quesos manchegos” ilustrado con un poco de tomate confitado, manzana verde, un aire de trufa de verano (Tuber aestivum), unos frutos secos y un toquecillo de aceite de trufa blanca: impresionante. No sólo me lo pareció a mí, sino también a quienes ocupaban las demás mesas y lo probaron en sus menús degustación.
El autor me contó que el tal “jugo” consta de queso manchego semicurado, leche de oveja y un poco de parmesano, tratado todo en la thermomix y con una breve infusión de hierbas como albahaca, romero y salvia. Desde luego, resulta memorable. Los acompañantes ayudan, claro; ¡cómo no van a ayudar las trufas y el tomate confitado! Pero el mérito está en ese “jugo” de queso: una obra de arte.
Así, sí; así sí que me gusta el queso en la cocina: como protagonista, rodeado de los mejores “secundarios” que tengamos a mano. Pero enfrentarlo a otra estrella, como el jamón ibérico... En gastronomía, la suma de dos presuntas exquisiteces casi nunca da como resultado una exquisitez mayor, ni siquiera del mismo nivel que las dos originales: más que suma, acaba siendo una penosa resta.