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COMER BIEN

Gastronomía: Ferrán Adriá, extragaláctico e irrepetible

A estas alturas se han dicho y escrito ya muchas cosas sobre ese fenómeno de la cocina mundial que es Ferrán Adriá; pero tal vez convenga hacer unas cuantas reflexiones sobre la cocina que hace años bautizamos como “adriática”.

Reflexiones especialmente para quienes no tienen referencias directas de ella, es decir, no han ido nunca a “El Bulli”. Un espectador desinformado convendrá, para empezar, en que allí pasa algo insólito: no es normal que acuda gente de todo el mundo que, además de desplazarse hasta España, tiene que afrontar el nada cómodo trayecto entre Roses y Cala Montjoi, por una carretera sinuosa que bordea un acantilado, y encima de noche, para convertirse en uno de los nueve mil privilegiados que pueden sentarse cada temporada —de abril a octubre, y sólo cenas— en una mesa de “El Bulli”. Algo pasa, pensará.

Y ya lo creo que pasa. El restaurante que lideran Ferrán Adriá y Juli Soler es diferente a cualquier otro. Es un laboratorio en el que se investiga continuamente, y se invita al comensal a participar en esa investigación. Olvídense de los menús tradicionales, renuncien a imaginarse lo que van a comer leyendo el enunciado de los platos... Este año, el menú degustación de “El Bulli” incluía veintinueve propuestas, platos, tapas o como ustedes prefieran llamar a lo que les van poniendo delante. Todos los sentidos han de estar alerta desde el prólogo, un prólogo que consta —al menos en nuestra recientísima visita— de diez elementos que van desde lo que podría tomarse por una provocación —la oreja de conejo frita— a una muestra de los cuatro sabores básicos, en plan didáctico, sobre sendos ejemplares de almendra.

En los dieciséis “platos” se proponen al comensal muy distintas sensaciones. Algunas buscan conseguir un “todo” usando sólo una parte de ese todo: es el caso de los “sobres” de piel de pollo a la flor de azahar. Otra es mero aire, como el así llamado, “aire”, de zanahoria con coco amargo. No falta lo que no es lo que parece, en el caso de los “morralets” —calamarcitos mínimos, pero sólo sus tentáculos— con sus “huevas”, que no son sino “perlas” fabricadas con su tinta...

De vez en cuando, sabores rotundos: el canelón de leche —de “piel de leche”, para ser exactos— con maíz al toffee, el “toro” de atún confitado en “aceite de atún”, la cinta ibérica —tocino— con buey de mar, la tórtola con aire de chocolate... Hay cosas que se acercan a lo que el comensal espera, y otras que desconciertan; cosas que gustan, y cosas que no gustan; pero siempre hay una labor enorme de investigación, de creatividad, de búsqueda, de vanguardia... Hay que venir a “El Bulli”, ciertamente, a integrarse en esa tarea, a formar parte de esos experimentos, a participar en un juego, pero en un juego muy serio.

Los paladares rutinarios, convencionales, harán mejor en abstenerse. Quienes no tengan una mente y un paladar carente de prejuicios adquiridos o heredados, también. Y será bueno venir “entrenado”, esto es, habiendo conocido antes muchas cocinas. Aún así, el comensal se verá, inevitablemente, sorprendido. Habrá quien tome esa sorpresa por una provocación. No es así: todo está pensado, estudiado, comprobado, al miligramo. Todo, claro, menos el propio comensal.

Ahora bien, ¿es extrapolable el triunfo a escala universal de Ferrán Adriá, aclamado en todo el planeta, al resto de la cocina española? Sinceramente, no. Sólo en “El Bulli” se come como en “El Bulli”. Es, y uno piensa que afortunadamente, una cocina irrepetible. Única, pero única no en España, sino en el mundo. La cada vez más forofa y parcial prensa deportiva madrileña llama “galácticos” a unos futbolistas del Real Madrid, sin especificar a qué galaxia se refieren; uno cree que a la misma que los demás. Pero Adriá sólo tiene en común con esos presuntos “galácticos” que viste de blanco, al menos en la cocina. El es... extragaláctico, esto es, de otra galaxia. Como cocinero, quede claro, que como persona es de ésta, aunque a veces no lo parezca, porque a cualquier otro terrícola tan aclamado por los medios en todo el mundo se le habría subido el éxito a la cabeza y sería, en el sentido más peyorativo de la palabra, un divo; Adriá no lo es, ni lo será nunca.

Lo que sí que hay que hacer es advertir contra las imitaciones. La cocina de Adriá es inimitable, irreproducible... aunque sean legión quienes traten de hacerlo. No se puede: detrás de Ferrán Adriá hay muchas cosas, desde un “taller del gusto”, auténtico laboratorio de investigación sensorial, a un nutridísimo y bien formado equipo de cocina. Y, además, no hay más que un Adriá. Al que, una vez más, hay que felicitar y, sobre todo, agradecer lo que ha hecho, hace y hará por la fama de la cocina española. Porque quien va al “Bulli” irá también a algún otro restaurante español, donde disfrutará, o no, de una cocina que, ésta sí, es de esta galaxia. De este planeta. Pero por la que, probablemente, no mostraría demasiado interés si no hubiera oído hablar de ese auténtico fenómeno que es... Ferrán Adriá.


© Agencia Efe


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