Regoyos, nacido en Ribadesella pero trasladado a Madrid muy joven, no parece haber visto nunca con buenos ojos a Castilla la Vieja; nos dejó una serie de cuadros costumbristas en los que refleja entierros, procesiones... Cuadros bastante tétricos, qué quieren que les digamos. Luego cambió de estilo y, a lo que se ve, de humor y fue, qué duda cabe, un gran pintor. Digo que no debía de ser dispéptico porque su hija contó en una ocasión que a su padre le gustaba comer más en los caseríos que en los restaurantes; matizaba que "era un bohemio", y añadía que, en lugar de pagar con dinero, dejaba un cuadrito. Pocos debió de dejar en la vieja Castilla...
Tradicionalmente, al hablar de la cocina castellana es inevitable la referencia a los asados. De cordero o de cochinillo, términos que siempre me han gustado mucho más que los habituales de “lechazo” o “tostón”, a los que no dejo de encontrar connotaciones bastante peyorativas. Hay, cómo no, muchas más cosas en la cocina de Castilla; y justo en Aranda de Duero hay un lugar donde carece de todo fundamento la afirmación de Regoyos.
Se trata del “Mesón de la Villa”, en el que ejercen todas sus artes, que no son pocas, esos genios benéficos de los fogones a los que todo aficionado conoce por sus nombres: Eugenio y Seri, una pareja que este año cumple sus bodas de oro matrimoniales... y en la cocina, ya que el mismo año de su boda abrieron su primer restaurante, que se llamaba “Aquí te espero”. Efemérides que, uno piensa que justificadísimamente, el ayuntamiento arandino subraya con la concesión de una calle a Eugenio y Seri. Se la merecen: la gastronomía es un patrimonio importantísimo de cualquier ciudad, región o país, y honrar a quienes la hacen grande es, como se dice siempre, de bien nacidos.
He comido unas cuantas veces allí, y siempre espléndidamente. Lo que menos he probado han sido, precisamente, los asados, pese a que me consta que son magníficos. Pero es que, si se pone uno en manos de Seri, a la que algún colega proclamó, ya hace años, “Doña Seri I de Castilla”, difícilmente llegará a los asados: literalmente le atiborra a uno, antes, de cosas ricas.
Sus escabeches, por ejemplo, de aves de corral, o de caza, que han sentado cátedra. Viejos escabeches castellanos, memoria de un tiempo en el que el escabeche era, sobre todo, un sistema de conservación de los alimentos, en épocas en las que las cámaras frigoríficas o la congelación eran impensables. Hoy, los escabeches son una fórmula de cocina más, que en algunos casos, como los que salen de las manos de Seri, son auténticas obras de arte.
Pero no eran sólo los escabeches los que le “distraían” a uno de su intención de comer cordero asado. Eran, también, las setas, bien visibles y tentadoras en cuanto uno accedía al comedor. O el congrio a la arandina, recuerdo de los tiempos en los que Aranda era un importantísimo “puerto seco” y que Seri llevó a alturas impensables. No sólo eso: el cordero podía aparecer por otras vías, procedentes de su sabio despiece: chuletillas, mollejas, patitas, riñoncitos... A veces, ancas de rana, cangrejos de los de verdad... Sí; había que tener buen estómago para ser capaz de, después de todo eso, meterse en el cuerpo medio cuarto de cordero, aun reconociendo —que, pese a todo lo antedicho, alguna vez lo probé— la excelencia de los que salen de los hornos de esta benemérita institución en forma de restaurante, que lleva 27 años celebrando sus excepcionales “jornadas del cordero”.
Añadan una bodega impresionante, en contenido y como continente, que hay que visitar, aun a riesgo de pillar un resfriado, para seleccionar con Eugenio la parte líquida del festín. Y envuelvan todo esto en la ilimitada hospitalidad de las gentes de Castilla y la simpatía de la pareja. No es de extrañar que el de Eugenio y Seri lleve muchos años en los puestos distinguidos de las guías de restaurantes. Queridos por todos los que vivimos en el planeta de la gastronomía, Eugenio y Seri están de celebraciones. Desde aquí les queremos hacer llegar nuestra enhorabuena, junto con, por supuesto, nuestro cariño y nuestra profunda gratitud por tantos ratos sabrosísimos como hemos pasado sentados a su mesa. Una vida haciendo felices a los demás... ¿qué más se puede pedir?