Decíamos que Fabio no es el único apellido ilustre romano que procede del mundo vegetal. Ni mucho menos. Entre los ya citados “optimates” hay otros nombres más bien leguminosos: los Léntulo, por ejemplo, que deben su patronímico a las lentejas; los Pisón, nombre derivado de los guisantes (pisum); y, naturalmente, los Cicerón, apelativo que deriva de “cicer”, o sea, garbanzo. Por cierto que el garbanzo no era objeto de culto entre los antiguos romanos, que lo consideraban “comida de cartagineses”; Cartago se las tuvo bastante tiesas con Roma, y ya se sabe que lo que come el enemigo, o “el otro”, el distinto, suele rechazarse y hasta ridiculizarse; cuántas cosas buenas han sido despreciadas por los europeos a lo largo de la historia por el expeditivo sistema de llamarlas “comida de moros”, o “de indios”, o “de negros”...
Pero estábamos con los Fabios, es decir, con las habas. Parece que es una de las primeras hortalizas consumidas por el hombre; no la primera, honor que parece recaer en las lentejas. Se comían habas antes de la fecha comúnmente aceptada para el llamado Diluvio Universal —unos tres mil años antes de Cristo—, de modo que es un condumio claramente antediluviano. Se han encontrado restos de habas en palafitos neolíticos suizos, en tumbas egipcias que datan del 2.400 antes de nuestra Era, en las excavaciones en Creta o en Troya... Los griegos hicieron un gran consumo de habas, y no sólo como legumbre comestible: usaban las claras y las oscuras en las votaciones para elegir magistrados; la “bola negra” de algunos exclusivos clubes actuales era, en principio, un grano de haba oscuro, tal vez de la variedad de color violeta llamada nada menos que “reina mora”.
Pitágoras, que por lo que sabemos de él era bastante maniático y del que nadie serio cree hoy que enunciase el teorema que lleva su nombre, era un enemigo acérrimo de las habas: consideraba que las manchas oscuras de sus flores simbolizaban la presencia de las almas de los muertos, por lo que era una planta claramente infernal. A lo mejor también era pitagórica la creencia de que, una vez al año, las almas de los muertos podían refugiarse en las habas, para renacer si tenían la suerte de que comiese esas habas una doncella; por ello los griegos más estrictos prohibían a sus hijas comer habas.
En fin, en la Edad Media se hizo gran consumo de habas, pero más que nada de habas secas; tal vez venga de ahí la ya citada confusión terminológica entre habas y alubias de gallegos y asturianos, confusión que llega al nombre del más emblemático de los platos astures, la fabada; es probable que, antes del XVI, la fabada, si se hacía, se hiciera con habas secas. Hoy seguimos comiendo habas; crudas, en algunos casos; con “calzón”, es decir, con su vaina, en otros; pero en alta cocina se pide que las habas lleguen al comensal peladas no sólo de su vaina, sino de la segunda piel que recubre cada semilla. Así, las habas tienen un precioso color verde; eso sí, dan bastante trabajo... y rinden muy poco, ya que puede calcularse la merma, eliminadas ambas pieles, en cerca de un noventa por ciento: de un kilo de habas en vaina quedan algo más —poco más— de cien gramos repeladas.
En la mayor parte de los casos, las habas que nos dan en los restaurantes son de conserva; hay marcas de calidad, pero nunca comparables a las habas tiernas, frescas o verdes, que de todas esas maneras les llamamos, de la primavera. Las habas son uno de los ingredientes fundamentales de la mejor de las menestras, la primaveral, la llamada en la Tudela de la Ribera del Ebro “de los cuatro ases”: habas, guisantes, alcachofas y espárragos. Y están buenísimas con jamón, y, en receta onubense, con chocos. Peladas, cocidas “al dente” e ilustradas con un huevo escalfado son una delicia. Disfrútenlas... y recuerden a los ilustres Fabios de la vieja Roma.