Fresones, insisto; porque lo de las fresas, y más si se trata de fresas silvestres, de bosque, mínimas de tamaño y deliciosamente aromáticas, sí que es, hoy día, un lujo: apenas las hay, y cuando aparecen en alguna frutería... cuestan un Congo.
La fresa (Fragaria vesca) es de origen europeo; ya los romanos la conocían y apreciaban. Los fresones (Fragaria virginiana y Fragaria chiloensis) son, como sus nombres científicos indican, americanos de cuna. Es curioso: en el Siglo de Oro, el nombre que se daba en España a la fresa era el de “frutilla”, hoy usado sólo en algunos países americanos. Hay muchas formas de comer fresas; tal vez la más popular sea la que las acompaña con nata y azúcar, pero también con leche, vino, champaña, zumo de naranja, vinagre... Pueden ir a una variación muy satisfactoria: quiten las hojas a un cuarto de kilo de fresones y lávenlos. Córtenlos luego, a lo largo, en láminas no muy finas, de unos tres milímetros, y pónganlas en un bol, con un par de cucharadas de kirsch o de marraschino, durante tres horas. Al cabo de ese tiempo, repártanlas, con su líquido de maceración, en copas muy frías, añadiendo unas gotitas de limón para aumentar su aroma. Coronen el conjunto con una bola de nata montada con azúcar, o de helado de vainilla, y procedan.
Las cerezas son, de momento, mayoritariamente estacionales. Las puede haber, del hemisferio Sur, fuera de temporada; pero en general nos atenemos a su mejor época, que es justamente ahora. Alguna vez hemos comentado aquí que se atribuye al potentado y general romano Lucio Licinio Lúculo la introducción del cerezo en Europa occidental; lo habría traído de su campaña contra Mitrídates, rey del Ponto, en Asia Menor. Las cerezas son una fruta bellísima, y no sólo cuando están en proyecto, allá por la Pascua que llamamos Florida justamente por la floración de los cerezos, espectáculo que justifica sobradamente una escapada al Valle del Jerte por esa época, sino ahora mismo: una cesta de cerezas, en la frutería, resulta de una belleza única e incita a llevarse a casa por lo menos medio kilito. O más, claro, porque con las cerezas uno sabe cuándo empieza, pero no está nada seguro de cuándo va a parar: una tira de la otra, y ya es raro que, si se saca un bol con cerezas a la mesa, quede alguna de muestra al final.
Con cerezas también se pueden hacer cosas, además de los antes citados kirsch y marraschino, que son dos aguardientes perfumados con cereza. Podemos saltearlas, en una receta de la vieja y sabia cocina, aquella que no desdeñaba usar los flameados. Por cierto: el Diccionario recoge las voces “flambear” y “flamear”, la primera como galicismo, del francés “flamber”; la segunda, que prefiere, como derivada del latín “flamma”, llama: no sólo flamean las banderas, sino que podemos flamear unas cerezas... aunque acabemos siempre “flambeándolas”.
A lo que íbamos. Quítenles el rabito a medio kilo de cerezas, lávenlas y, si tienen paciencia o el utensilio apropiado, también los huesos: es incómoda la operación para quien la realiza, pero hace comodísima luego su degustación. Pongan en una sartén antiadherente un poco de mantequilla y salteen ahí las cerezas. Dos o tres minutos, hasta que vean que su color empieza a cambiar. Añadan entonces dos o tres cucharadas soperas de azúcar moreno, y remuevan bien hasta que se funda y caramelice la fruta, siempre sin quemarse. Pongan en un cacito una copita generosa de kirsch, enciéndanlo y viértanlo en llamas sobre las cerezas. Dejen que se apague y que se evapore casi por completo. Ya está: lleven a la mesa las cerezas, aún calientes, con el líquido que quede, y acompáñenlas, como a las fresas, con nata o helado de vainilla; decoren con unas hojitas de menta. Verán qué ricas están.
Frutas rojas. Hay más, claro; la que domina la cata de los tintos es la ciruela, precisamente la roja. Pero de ciruelas, rojas, verdes o amarillas, ya hablaremos cuando toque, es decir, cuando de verdad estén en su mejor momento.