Durante mucho tiempo, los pescados fueron sometidos a demoledoras cocciones o frituras. Se solían servir demasiado hechos, con lo que perdían gran parte de sus virtudes. Fuimos muchos quienes defendimos la necesidad de hacerlos menos, de cocciones más breves que respetasen la jugosidad, el sabor y la textura de una merluza, de un rodaballo, incluso de unas anchoas.
Pero, como ocurre casi siempre, acabamos pasándonos. Y hoy es frecuente que los pescados lleguen a la mesa apenas hechos. Hay, por supuesto, a quien le gustan así. Pero no es la mayoría. A mí, qué quieren que les diga, ver un lenguado con sangre en la espina me resulta bastante desagradable. Pero la tendencia actual es hacer muy poco el pescado.
Para mí, casi todos los pescados tienen su punto exacto: aquel en el que las carnes se separan de la espina con facilidad, aunque no motu proprio. O, cuando se sirven, como parece lógico, sin espinas, que 'desconchen' bien. Eso es un punto exacto, concreto, que respeta la jugosidad del pescado, sus apuntes yodados. El problema es que alguien ha proclamado que para respetar el sabor del pescado hay que hacerlo muy poco, y allá el que no le guste así.
El dogmatismo no es bueno casi nunca. En cocina, nunca. Y hoy hay demasiado dogmatismo en la cocina. Muchos chefs parecen olvidar que el fin último de la cocina es dar satisfacción al comensal; yo he llagado a oír decir a alguno que "si a alguien no le gusta el punto que yo les doy a los pescados, que se vaya a comer a otro sitio". He de decir que, en general, eso es lo que ocurre con su restaurante.
El problema es que, a diferencia de lo que suele ocurrir cuando a uno le traen la carne poco hecha para su gusto, casi nadie devuelve a la cocina un pescado crudo. Y hay que ver los "visajes" con que se lo come... si se lo come. No digamos lo que puede suceder si, incauto él, pide un trozo de limón: será declarado automáticamente anatema, porque ponerle limón a un pescado es —dicen— una herejía. Pues es posible que lo sea, pero hay mucho “hereje”. Yo creo que a un pescado fresquísimo, hecho en su punto correcto, no le hace ninguna falta el añadido del zumo de limón, efectivamente enmascarador de sabores originales; pero hay mucha gente a la que le gusta ponerle limón a su pescado. Yo puedo pensar que es una lástima, pero no voy a echarle una bronca por hacerlo.
Bien, hoy se tiende a cocinar los pescados brevísimamente. La cosa no ha dejado nunca de sorprenderme; una de las constantes del consumidor español fue, durante muchísimo tiempo, el rechazo al pescado crudo. Ya no. La prueba la tienen en el éxito de los restaurantes que practican la cocina japonesa. El español ha acabado siendo un devoto de sushis y sashimis. A mí me gustan bastante, pero según de qué pescado, no de todos. Y me gustan los pescados cocinados sin fuego; adoro los marinados, como la deliciosa lubina marinada —y alimonada— que es algo así como la bandera del restaurante de la gran Toñi Vicente, o los boquerones en vinagre de Lucio, o... tantas variantes sobre el mismo tema.
Pero cuando quiero un pescado cocinado lo quiero cocinado. Entendámonos: con cocciones más bien breves, pero suficientes para que el pescado se entere de que lo han puesto al fuego. No me gustaban nada aquellos pescados secos, estropajosos a fuerza de cocer; pero tampoco me gustan cuando tienen sangre, cuando sus carnes no han adquirido esa blancura radiante que les da el exacto punto de cocción. Soy, qué le vamos a hacer, más partidario del punto “blanco” que del “rosa”.
Y corren tiempos rosa en la alta cocina del pescado. No en la cocina popular; todos conocemos restaurantes, casas de comidas y aun tascas de puerto de mar donde se borda el pescado, donde se fríe en ese punto ideal que consigue un exterior casi crujiente y un interior perfectamente jugoso. Es cuestión, seguramente, de “mano”, de práctica. Pero esos pescados están deliciosos. No hay en todo el planeta un país en el que se cocine el pescado como en España. Y al español, en general, le encanta el pescado. Por eso pienso que no vale demasiado la pena imitar otras cocinas del pescado; es bueno ver qué hacen los demás, pero no es tan bueno copiarlo sistemáticamente. Sin el menor ánimo chovinista, a la hora de cocinar pescado son los demás quienes deben aprender de nosotros. No al revés.