Desde un punto de vista que podríamos llamar sociológico diremos que se trata de un pez pelágico costero y gregario, lo que quiere decir que vive próximo a la superficie del mar, sin relación con el fondo; que lo hace cerca de la costa, en la plataforma continental; y que, temeroso de la soledad, forma grandes bancos de miles de individuos. Otro enfoque nos indica que es un pescado azul. Lo es, desde luego, por las bellas tonalidades azuladas de su dorso y flancos; pero lo es sobre todo por su alto contenido en una grasa que desde no hace tanto sabemos que, lejos de ser altamente perniciosa para la salud, es óptima para mantener en buen estado el sistema cardiovascular.
La sardina es todo eso y, probablemente, más; pero para nuestros efectos, la sardina es, sobre todo, el mar del verano hecho sabor. Por San Juan, dice el refrán, la sardina pringa el pan; es, en efecto, en verano cuando la sardina alcanza la proporción perfecta de grasa corporal. Y, aunque en muchas playas gallegas se festeje la noche de San Juan no sólo con hogueras, sino con macrodegustaciones de sardinas asadas, la época ideal para disfrutar de ellas es el mes que va de Virgen a Virgen, de la del Carmen a la de Agosto.
Otra de las causas de que la sardina se consuma sobre todo en verano es que su mejor receta, la que las hace simplemente sobre las brasas, con o sin intermediación de parrilla, tal vez con el refinamiento de envolver cada pescado en una hoja de parra para que no se pierda una gota de grasa, tiene poderosas y persistentes consecuencias olfativas. Y aun reconociendo que el olor a sardinas asadas es uno de los más eficaces despertadores del apetito cuando se está esperando por ellas, y admitiendo incluso que ese olor no disgusta durante su degustación, es cierto que, una vez saciada el hambre de sardinas asadas, ese olor resulta molesto... y dura muchísimo. O sea que asar sardinas en casa puede tener poco gratas consecuencias, y hacerlo en el jardincillo del adosado puede provocar graves crisis en la siguiente reunión de la comunidad de propietarios.
Por supuesto, en casa se pueden comer sardinas de muchísimas y muy satisfactorias maneras. Pero... como mejor están es asadas. De modo que habrá que buscar un método que permita que las sardinas estén prácticamente igual que las hechas a la brasa sin que la casa trascienda a sardinas tres días. Unas sardinas, como diría el recordado Xavier Domingo, "salvaparejas". En casa ya es tradición solemnizar el día del Carmen, patrona de los hombres y mujeres de la mar, con una generosa dosis de sardinas. Las hacemos al horno, están buenísimas y la casa no huele a sardinas. Vean cómo.
Preferimos usar sardinas pequeñas, pero reglamentarias, es decir, con once centímetros entre el morro y la hendidura de la cola. Las sardinas adultas pueden llegar, si las dejan, a medir sus buenos veinticinco centímetros; nosotros somos más partidarios de las de menor tamaño, las llamadas en Galicia "xoubas" o "parrochas" según dónde se encuentre cada cual. Una vez decapitadas y destripadas, pero no escamadas, y tras el preceptivo lavado y secado, procedimos. Ante todo, encendimos el horno. Mientras se iba calentando, requerimos una fuente capaz de resistir esos calores, de tamaño y forma capaz de albergar a las sardinas sin demasiadas apreturas, pero tampoco dispersas. Cubrimos su fondo con sal gorda: ojo, sólo cubrir el fondo, no más.
Sobre la sal, fuimos colocando las sardinas, bien juntitas y en perfecta alineación. Esparcimos sobre ellas más sal gorda, que las cubrió someramente, e introdujimos la fuente en el horno ya caliente. A los pocos minutos, cuatro tal vez, no más, la fuente se llevó a la mesa; en los platos ya había unas cuantas patatas cocidas y las copas esperaban un delicioso blanco de Valdeorras que adquiría su temperatura ideal en un cubo con agua y hielo. El resultado... magnífico. Iba a decirles que no dejamos ni las raspas, pero faltaría a la verdad: las raspas, con la mayor parte de los granos de sal adheridos a la piel de las sardinas, fueron en poco tiempo los únicos rastros del festín. Y ni la casa en general ni la cocina en particular olían a sardinas.
De vez en cuando, en la boca coincidía un suculento lomo de sardina con uno o dos granos de sal; la sensación que produce en el gusto esa feliz conjunción es extraordinaria: es el propio mar hecho sabor... y elevado a la enésima potencia.