Puestos a trabajar, “Turmo” y “Chelín”, más éste, aunque sólo sea por veteranía, que aquél, muy pronto “pararon” la pieza. José Vicente escarbó y muy pronto apareció la primera “presa”: una trufa negra —Tuber melanosporum— de unos 50 gramos. Al corte, bellamente veteada de blanco. Al olfato... bueno, la tengo cerca cuando escribo estas líneas y todo el estudio se impregna del aroma incomparable de esta maravilla. Una vez “capturadas” cuatro o cinco piezas y después de disfrutar del trabajo de esos dos canes —su propietario nos comentaba que no vendería a “Chelín” ni aunque le ofrecieran 3.000 euros—, nuestros anfitriones, gentes del vino o, mejor dicho, del buen vino, de ese “chateau” del Somontano que es Blecua, nos enseñaron algunas nuevas plantaciones, en altura, de variedades como Garnacha, Shiraz y Pinot Noir y otras, de Garnacha, viejas. La mañana lo pedía, de modo que allí mismo catamos un excelente tinto del 2001.
La fiesta terminó en auténtica apoteosis: un almuerzo en la propia bodega, oficiado en torno a la trufa por el joven y gran cocinero Andoni Luis Adúriz, distinguido este año por la Academia Española de Gastronomía como mejor jefe de cocina español. En el menú, sublime de principio a fin, destacó el huevo escalfado a baja temperatura, por supuesto con trufa, y un espléndido costillar de cordero de “pré salé” al que también daba escolta la trufa, como a unas magníficas vieiras gallegas, un suntuoso escalope de foie-gras... Todo, por supuesto, muy bien regado. Lástima que el retraso de más de hora y media acumulado por el Talgo en el regreso a Madrid enturbiase un poco la digestión de tanta belleza...
Un magnífico día de vino y trufas en el Somontano. Vino y trufas: he aquí una pareja perfecta. Hay, eso sí, que saber qué trufas se toman, porque variedades hay unas cuantas, mejores y menos buenas. Para mí, la reina indiscutible es la trufa negra de invierno, la “Tuber melanosporum”, a la que los franceses, siempre franceses, llaman “trufa del Périgord”... aunque las mejores se produzcan al sur de los Pirineos, y muy concretamente en tierras aragonesas: los mercados truferos de Mora de Rubielos (Teruel) y Graus (Huesca) son los más importantes, siempre envueltos en ese halo de misterio que rodea a la trufa.
En estos tiempos se ha puesto de moda la trufa blanca, el “tartufo bianco” piamontés o “Tuber magnatum”. No diré yo que es mala; sólo que prefiero la de aquí, la negra. Los “tartufi”, aunque en sus folletos divulgativos se indique que su aroma es una mezcla de ajo, chalote y queso, me huelen irremediablemente a butano; sin duda el butano más rico que he olido en mi vida, pero butano al fin y al cabo. Pienso que está de moda, entre otras cosas, porque es carísima: puede alcanzar los 4.000 euros, o más, por kilo, y estoy de acuerdo con Santi Santamaría en que no hay nada de comer que pueda justificar esos precios.
Más grave parece la invasión de trufas procedentes de China, las “Tuber indicum” o “Tuber himalayensis”. Son muchísimo más baratas, claro; pero, aunque de aroma no están mal, su textura es lamentable: es lo más parecido a comerse un corcho que existe. Hay también trufas en el norte de África, pero tampoco admiten la comparación con la “Tuber melanosporum”. Ya que hablamos de precios, ésta se cotizaba estos días, en origen, algo por encima de los 300 euros el kilo.
Estamos en plena temporada de trufas, de modo que, si deciden vencer la tentación trufera por el expeditivo sistema de no resistirse a ella, háganse con ejemplares frescos. Y aprovéchenlos: la noche antes de darse el homenaje, pongan su trufa, cepillada, en un tarro de cristal con cierre hermético, de rosca, junto con unos cuantos huevos frescos, enteros y crudos, y déjenla ahí hasta el día siguiente. La gran porosidad de la cáscara del huevo hará que su interior se impregne del aroma de la trufa, y con una simple tortilla hecha con esos huevos disfrutarán de la mejor de las virtudes de la trufa: su aroma.
Luego... bueno, a mí me gusta mucho calentar en el horno, sin secarlas, unas rebanadas de pan de pueblo; regarlas con un hilo de aceite virgen, cubrirlas con prodigalidad de láminas de trufa cortadas con la mandolina, dejar que éstas tomen algo de temperatura, esparcir sobre ellas unos pétalos de sal Maldon... y, con un tinto importante al lado, un Blecua del 98, por ejemplo, olvidarme de lo malo del mundo al menos unos minutos.