Porque hay que reconocer que ante el bacalao no caben medias tintas: o gusta muchísimo o no se le puede ni oler. Menos mal que esta segunda actitud no tiene por qué ser irreversible, definitiva; normalmente está ligada a recuerdos infantiles, a un subconsciente remoto o, por qué no, al hecho de que cuando uno era niño no le ponían el bacalao de una forma demasiado atractiva. Que ya es difícil, dada la amplísima gama de grandes recetas para el bacalao que han generado las cocinas españolas, y no sólo la vasca o la catalana. Es posible que tengamos menos fórmulas que nuestros vecinos portugueses; pero lo cierto es que, hoy por hoy, el español se ha vuelto mucho más exigente respecto a la calidad de su bacalao. Hace algunos años, en las islas Lofoten, vimos cómo el bacalao destinado al mercado español era el llamado “verde”, esto es, sometido a un proceso de salado, pero no de secado, mientras que a Portugal los noruegos enviaban bacalao pasado por un túnel de secado. “Es que los españoles —nos decían— quieren que el bacalao, además de bueno, sea bonito”.
Hoy no compramos el bacalao en el ultramarinos de la esquina, sino en auténticas “boutiques” en donde elegimos el trozo, el corte, la presentación y hasta el punto de desalado que mejor se adapte a nuestras preferencias o necesidades. También habrá que reconocer que el bacalao ha pasado de ser un recurso de precio modesto a ostentar un precio no diré que disuasorio, pero sí considerable.
Al pil-pil, a la vizcaína, “Club Ranero”, “a la llauna”, al ajo arriero, en esqueixada, con tomate, con colifor, con cardos, con arroz, como “atascaburras”, en brandada, “dourado”, en croquetas, militarizado como “soldaditos de Pavía”, combinado con pasas como relleno de una gran empanada... Son sólo botones de muestra de las casi infinitas posibilidades del bacalao en la cocina. Pero hoy queremos detenernos en una especialidad muy concreta, y muy adecuada para comenzar una política de acercamiento al bacalao nada traumática: los buñuelos. Conozco yo a personas incapaces de enfrentarse a una tajada de bacalao, pero aficionadísimas a los buñuelos. A mí me encantan, y los asocio inevitablemente con viajes a Barcelona, donde suelo disfrutar de los verdaderamente exquisitos y delicados que prepara Carles Gaig o de los más contundentes, pero sabrosísimos, del viejo “Siete Puertas”. También me entusiasman los de mi casa, que siempre hay que hacer en bastante cantidad.
Partimos de desalar, pero sin llegar a convertirlo en algo soso, unos trescientos gramos de buen bacalao. En un cacito ponemos un cuarto de litro de agua, con una hojita de laurel; cuando hierve, echamos el bacalao, lo hacemos cocer dos minutos y lo retiramos. Su lugar en el cacito pasa a ocuparlo una patata, cortada en rodajas. En un mortero machacamos sin piedad un par de dientes de ajo y un ramito de perejil; inmediatamente, correrá la misma suerte el bacalao, al que, naturalmente, habremos despojado de obstáculos como pieles y espinas. Reservamos el majado hasta que la patata haya cumplido con su obligación de cocerse bien, momento en el que la incorporamos al conjunto, deshaciéndola por completo.
Colamos el agua en que han cocido bacalao y patata y volvemos a llevarla al fuego, ahora con el añadido de dos cucharadas de aceite de oliva y una de mantequilla. Cuando rompe el hervor, echamos como 150 gramos de harina, removiendo sin pausas. Una vez retirado del fuego el cacito, vamos añadiendo a la mezcla, uno a uno, hasta tres huevos. Y llega el momento de reunir y homogeneizar las dos mezclas, logrado lo cual procedemos a moldear los buñuelos con dos cucharas y a freírlos en abundante y bien caliente aceite; cuando se van dorando, los escurrimos y eliminamos restos grasos sobre un papel absorbente de cocina y, sin más dilaciones... a la mesa con ellos, bien calentitos.
Como podrán comprobar ustedes mismos si se animan con la receta, esto no tiene nada de penitencia, aunque siga siendo un plato muy adecuado para comer en cuaresma... o en cualquier estación del año.