No vayan demasiado lejos: no queremos incluir entre las hierbas cosas como las lechugas, pese a que nos invada la variedad “iceberg” que, francamente, sabe a hierba más que a otra cosa. No; aunque los ciudadanos poco entusiastas de las ensaladas las rechacen con eso de que “de lo que come el grillo, poquillo”, no vamos a llamar hierbas ni, mucho menos, hierbajos, a cosas tan ricas como la escarola.
Hay hierbas que identifican a una cocina. Para nadie es un secreto, y más si es seguidor de los programas de Karlos Arguiñano, que la “hierba nacional” vasca es el perejil, como lo es el laurel en la cocina gallega, la albahaca en la andaluza, el cilantro en la canaria...
A veces, la verdad, son demasiado “nacionales”, y todos hemos comido alguna vez percebes que sabían más a laurel que a percebes, sopas de cocido en las que todo sabor propio estaba anulado por el de la albahaca o platos que nos han dejado en la boca durante horas el penetrante sabor del cilantro. Con las hierbas, como con todo, hay que tener cuidado.
Pero hay hierbas muy ricas, ya lo creo. Los berros, por ejemplo, con toda su familia de hierbas de canónigo, o “maches”, por usar su nombre francés. Los galos tienen “cressonneries” donde cultivan los berros (“cresson”, en francés); por aquí seguimos, más bien, usando los silvestres, a los que nadie, menos mal, llama “salvajes”, como a los honrados rodaballos de mar libre.
Yo, en primavera, suelo preguntar a mis amigos de “El Charolés”, en San Lorenzo del Escorial, si ya tienen berujas, planta de la que ahora mismo ignoro el nombre científico, pero que son una especie de miniberros acuáticos que se dan muy bien en el río Guadarrama y que son deliciosos, con su sabor punzante, ligeramente metálico. Son flor de pocos días, y hay que aprovecharlos.
Pero la hierba que arrasa últimamente es la llamada “rúcula” o “ruqueta”. En general, se le llama de ambas formas, pero yo creo que se trata de dos cosas distintas; los italianos las diferencian o, al menos, las diferenciaban. Saben parecido, tal vez más intensa la rúcula (en Italia, “rucola”). Bien, la rúcula parece ser la planta llamada “Eruca sativa”, aunque puede pertenecer a otra especie del género “Eruca”. Sus hojas son redondeadas, y su sabor es, también, un puntito picante, de un agradable amargor; va muy bien en ensaladas y, aunque sea ahora cuando conoce el éxito y la fama, siempre ha sido usada; lo que pasa es que, hasta hace nada, no le llamábamos rúcula, sino oruga, que es su nombre tradicional en castellano.
La ruqueta (“ruchetta” en Italia) no tiene las hojas redondas, sino lanceoladas. Sabe más o menos como la rúcula, tal vez con un poco menos de fuerza, y se ha puesto de moda, sobre todo, como ingrediente valoradísimo de los carpaccios de buey. Se cotiza bien... lo que no deja de tener su miga. Porque la ruqueta (“Diplotaxis tenuifolia” o “Diplotaxis muralis”) abunda en los terrenos incultos, al borde de los caminos, en solares urbanos... Lo que pasa es que siempre se la ha considerado una “mala hierba”. Es, en castellano, el jaramago, nombre que, si lo relacionamos con el del Nobel portugués de Literatura, hace que a nadie le sorprenda que siempre resulte un poco amargo.
Rúcula y ruqueta han saltado del anonimato a la fama, y cuando aparecen en un plato nos lo avisan en la carta o al mencionar sus ingredientes. Viven, pues, su cuarto de hora de fama, al que aún no parece haber llegado otra hierba tan rica como el diente de león, también habitante de las riberas de los caminos y que, de pequeños, nos encantaba... pero no para comerla, sino para soplar en su cabeza floral y desencadenar una lluvia de mínimos “paracaidistas”.
Y es que, también en las hierbas, siempre hubo “ricos” y “pobres”. Comparen al diente de león con las mediáticamente famosas albahaca —nunca digan “basilico”—, estragón, orégano, tomillo, romero o las citadas antes como hierbas “regionales”, bien conocidas y apreciadas y suficientemente promocionadas. Llegan más cosas, como la hierba limón, que no sé por qué hay que llamar “lemon grass”. El hecho es que las hierbas triunfan. La verdad: aportan aromas, cromatismo y, a veces, incluso sabores muy interesantes. Hoy no cabría calificar de “pobre y mísero” al sabio que, según Calderón, “sólo se alimentaba / de las hierbas que cogía”. No: sin saberlo, el sabio pobre y mísero era... un “gourmet”.