Uno, en sus gastroperegrinajes, ha conocido restaurantes que son auténticos templos de la cocina verde. Curiosamente, dos de sus favoritos tienen por nombre una cifra: el “33”, de la Tudela de Navarra, y el “2,39”, de la Tudela del Duero. Curiosas coincidencias e igual maestría a la hora de preparar las verduras, con presentaciones más vanguardistas en Navarra y más clásicas junto a Valladolid. Ya les hemos contado varias veces las excelencias de la cocina que ofrece en la Ribera navarra la familia Gil; no lo hemos hecho así con la maestría que ejerce Angelines en la Ribera del Duero; bueno, al ladito, que la D.O. no llega a Tudela y ella se pierde los enormes vinos de Mariano García, que fue quien hace unos días nos llevó allí y, de paso, nos suministró unas inolvidables primicias de su “Mauro Vendimia Seleccionada 1999” y su “San Román 2000” y con quien compartimos un magnífico menú, vegetal salvo en su culminación, unos deliciosos tacos de congrio rebozado y frito.
Antes... pues una sopita de verduras reconfortante, unas riquísimas patatas a la importancia, unos garbanzos a la sartén, unas perfectas alcachofas con jamón y un inolvidable pisto. Y al pisto queremos llegar. El pisto, que todo el mundo asocia con la cocina manchega, es una forma muy inteligente de cocinar las verduras, perfecto por sí mismo aunque muchas veces se le dé un papel de acompañante. Después de la jornada tudelana, vueltos a casa, decidimos repetir la jugada, o sea, el pisto. Y, dicho sea sin el menor ánimo de darnos pisto, hemos de reconocer que salió estupendo y nos hizo pensar en que, si no fueran tan intolerantes, los vegetarianos tienen más razón de la que les atribuía en “La casa de Lúculo” el gallego Julio Camba.
Lo primero, tras lavar bien las verduras, fue reducir a dados una berenjena, un calabacín y un pimiento verde. Pelamos y picamos dos tomates rojos, una cebolla y un diente de ajo más bien gordito. Pusimos un chorretón de aceite de oliva en el fondo de una cazuela y rehogamos allí la cebolla y el ajo. Cuando conseguimos que perdieran su orgullo, fuimos añadiendo el resto de las hortalizas, que hicimos aproximadamente un cuarto de hora, a fuego suave y removiendo con una cuchara de madera, hasta que todas las verduras estuvieron jugosas, momento en el que las salpimentamos. Así las cosas, incorporamos al conjunto un par de huevos, que dejamos escalfarse al calor de las verduras, lo justo para cuajar las claras sin que las yemas perdiesen su estado líquido. Hicimos unos rollitos con unas lonchas de jamón recién asado que por casualidad había por allí, las rellenamos de queso gallego, y las añadimos al pisto, con la inmediata consecuencia de la fusión del queso. Hecho todo esto, llevamos la cazuela a la mesa. Allí, antes de servir, rompimos los huevos, mezclándolos bien con las verduras, e inmediatamente procedimos a la degustación, que no pudo ser más satisfactoria.
Para “empujar”, unos costrones de pan ligeramente tostado. Y para mantener el recuerdo de la comida a orillas del Duero, abrimos una botella de un tinto de crianza de esa Ribera, que resultó ser una magnífica compañía para nuestro pisto. Una magnífica forma de disfrutar de las verduras, ya decimos que en plan de plato por sí mismo o como escolta de otros manjares, pues ¿qué es el bacalao “Club Ranero”, aparte de una idea genial, sino un bacalao al pil-pil con un pisto sin calabacín? Con el nombre de pisto o con otros, entre ellos el de “fritada”, esta combinación, u otras muy parecidas, figuran en el acervo culinario de muchas regiones españolas... y, si lo traducimos por “ratatouille”, nos lo vamos a encontrar en cualquier escapada a la Provenza.
Y quede para abril la investigación sobre la calidad de los espárragos de una y otra Tudela; ambas presumen de ellos, y valdrá la pena emprender un muy agradable trabajo de campo y mesa para saborear esos deliciosos heraldos de la primavera. En estas cosas, como en el vino, el Ebro y el Duero tienen mucho que decir.