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COMER BIEN

Gastronomía: Cuestión de villanía

Para muchos, el ajo ha sido y es todavía, como lo era para Don Quijote cuando apostrofaba a Sancho Panza, "comida de villanos"; lo es, desde luego, para muchos paladares y, sobre todo, olfatos hipersensibles, que detectan cualquier rastro de villanía.

Pero en España, y en todo el Mediterráneo, debe de haber muchos villanos, a juzgar por lo que nos gusta el ajo. Yo nací ciudadano, pero al residir en Madrid —Villa y Corte— me he convertido, hace muchos años, en villano, tan villano al menos como los habitantes de Bilbao o de París, que también son villas. Ya ven que villanos, lo que se dice villanos en el mejor sentido etimológico de la palabra, somos unos cuantos. Y nos gusta el ajo.

Que no es villano porque viva en una villa, sino en la segunda acepción que da el DRAE a la palabra: rústico o descortés, mucho más lo primero que lo segundo. De modo que quedamos en que el ajo sí que es villano, a fuer de rústico. Descortés... bueno, no es que sea un ejemplo de cortesía la persistencia de su aroma una vez que se ha comido, no lo vamos a negar.

Pero el ajo puede mantener su carácter rústico incluso vestido con elegancia urbana. Esa es su grandeza. Y la habilidad de un buen cocinero estará en mantener esa rusticidad de sabor, de aroma, pero matizándola, dándole una elegancia externa que reduce muchísimo su villanía y lo hace digno de las mesas más exigentes. Nadie en su sano juicio acusará de villanía a un buen pil-pil, o a una elegante brandada de bacalao. Y el ajo es el alma de ambas cosas. Como lo es, claro está, de lo que llamamos habitualmente "sopas de ajo", que era casi el único plato en el que autores tan ilustres y ajífobos como Julio Camba y Josep Pla admitían la presencia de tan aromático bulbo liliáceo.

Lo que pasa es que hay sopas de ajo... y sopas de ajo. El primero que nos lo hizo ver fue ese grandísimo cocinero manchego, que obliga a todo gastrónomo que se precie a viajar con cierta frecuencia a Las Pedroñeras, capital española del ajo, que es Manolo de la Osa. Manolo cautivó al mundo con su versión fría de la sopa de ajo de toda la vida, hoy ya uno de los grandes platos de la cocina española actual. Y el otro día nos conquistó con otra versión otro gran cocinero de Castilla-La Mancha, Pepe Rodríguez Rey, que tiene mesa en Illescas. El plato, en la carta, no se presenta como "sopas de ajo", sino como "huevo con polvo de ajo y pimentón y el caldo de la sopa de ajo". Demasiado enunciado. Lo que se nos puso delante fue un cuenco profundo, advirtiéndonos al tiempo de que "el plato quema", en cuyo fondo se adivinaba una yema de huevo, tapada por una especie de granizado rosado y escoltada de dados de pan y un picadillo de productos porcinos. Así las cosas, el camarero procedió a verter en cada cuenco una dosis suficiente de un caliente y reconfortante caldo.

La averiguación subsiguiente no pudo resultar más satisfactoria. Allí estaban todos los sabores, y alguno más, de la más ilustre de las sopas "castellanas": un caldo sustanciosísimo, un algo más que una insinuación de ajo, un perceptible toque de pimentón, un apunte de chacinería ibérica... Añadan el crujiente del pan, seco en el horno, y la untuosidad de ese eterno prodigio que es la yema de huevo, e irán dándose idea de la exquisitez del conjunto.

Pueden probar. Piquen jamón y chorizo, y rehóguenlo un poco en aceite virgen. Retírenlos y resérvenlos. Rehoguen ahora, en ese aceite, un tomate pequeño, rallado, y un poco de miga de pan de la víspera. Añadan después cantidad suficiente de un caldito de carne, mejor un buen consomé no demasiado concentrado, y dejen que cueza todo un cuarto de hora. Cuélenlo, y reserven el resultado. Prepárense luego un granizado de ajo y pimentón. Deberán reducir a polvo un ajo, mejor morado, y mezclarlo con buen pimentón; le va el agridulce. Para una cucharada de pimentón, media de polvo de ajo. Añadan medio vaso de agua, mezclen todo y congélenlo. Pepe Rodríguez Rey lo pasa luego por el artefacto llamado "Pacojet", que le da una homogeneidad perfecta; pero ustedes no tienen Pacojet, de modo que tendrán que convertir el congelado en granizado por el sistema tradicional, o sea, mecánico.

Hay que acabar el plato. Para ello, calienten bien cuatro platos soperos hondos, de modo que justifiquen lo de "el plato quema"; pongan en cada uno una yema de huevo fresco de gallina de corral, y escóltenla con unos daditos de pan, previamente seco en el horno, y el picadillo de jamón y chorizo. Cubran ahora las yemas con el granizado de ajo y pimentón, y lleven los platos a la mesa.

Ya allí, añadan cuidadosamente el caldo, que habrán calentado hasta casi la ebullición, cuidando de no verterlo sobre el granizado ni la yema; esperen unos momentos... y procedan, empezando por romper esa yema y mezclar a su gusto todos los ingredientes. Sencillamente sublime. Y ya pueden venirle a usted con villanías y rusticidades. El plato puede que sea villano, sí; Illescas y Las Pedroñeras son villas. Pero villano de la calle de Serrano o del Faubourg Saint Honoré, por lo menos.


© Agencia Efe


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