Hoy proliferan en la cocina, sobre todo en la “de autor”, los arroces. Pero son arroces “con”, no arroces “de”. Es importante la preposición. Llamo arroz “con” al arroz que se ha cocido en un caldo más o menos saborizado y al que, a última hora, se le ha echado encima una serie de elementos en principio apetecibles; mariscos, por ejemplo. Cada cosa, como es lógico, irá por su lado: no hay integración, porque no hubo convivencia: acaban de conocerse y no tienen confianza.
Los arroces “de” son otra cuestión: en ellos, el arroz y sus compañeros se han conocido bastante antes de llegar a la mesa. Son viejos amigos, están compenetrados. En esos arroces, es el grano quien se erige en protagonista. La gracia original no es suya; pero ha sabido captarla, se ha apropiado de ella, es el que nos cuenta cosas, mientras sus acompañantes, un tanto apabullados, se conforman con un modesto segundo plano; tan modesto, que a veces no les hacemos ni caso, tan entusiasmados estamos con el arroz. Es el caso, glorioso, de esa suculencia que los alicantinos llaman “arrós a banda”. Ese plato es la máxima exaltación del arroz, que se ha adueñado, como las brujas de las películas, de la sustancia de todo lo que ha caído en sus manos, dejándolo literalmente seco, inservible. No importa: el arroz es magnífico.
Claro que, para ello, ha habido que realizar una serie de operaciones previas, que pueden resumirse en la elaboración de un sabrosísimo caldo de pescado, en el que luego haremos el arroz. Los pescados han de dejar todo su sabor en el caldo, por lo que han de quedar “desustanciados”, útiles, como mucho, para darle después un homenaje a nuestro gato preferido. Porque, para nosotros, ya han cumplido con su altísimo deber de sacrificar sus propias esencias en aras del bien común, entendido éste como “arrós a banda”. Todo el sabor estará allí, en el grano, que una vez más se habrá sabido revestir con las mejores galas ajenas, adueñarse del propio ser de los demás, para llegar triunfante ante nosotros, exhibiendo una personalidad que, aunque todos sepamos que no es la suya propia, a todos nos encanta.
Pero, claro, eso no se consigue si, por un lado, hacemos el arroz con un caldo más o menos sabroso y, al final, le ponemos encima unas cigalas, o un bogavante. Puede que sientan alguna curiosidad unos por otros, pero... son como los asistentes a esas fiestas en las que nadie conoce a nadie y está todo el mundo deseando marcharse. En esos casos, el arroz es un mero comparsa, otro elemento extraño, cuando lo bueno de él es que, si se le trata como es debido, es el alma de la fiesta, el que conoce a todo el mundo y consigue integrarlo. Pero lo que está ocurriendo con demasiada frecuencia en la cocina de ahora es lo otro: ponemos un arroz, o un “risotto” —ésa es otra, la manía por el “risotto” que le ha entrado a todo el mundo, incluidos quienes no tienen más que una mínima idea de en qué consiste esta especialidad italiana—, y al lado o, más comúnmente, encima, una porción de cosas a priori muy ricas, a ver qué pasa. Pues no pasa nada, salvo que el comensal se queda con una nada agradable sensación de frustración, de que “no era esto” lo que él se esperaba, sino un arroz lleno de sabores deliciosos, un plato, en resumen, armónico, no cacofónico.
O sea: que, como lo que nos gusta de verdad en los platos de arroz es el arroz, somos fervientísimos partidarios de los arroces “de”, y muy poco aficionados a los arroces “con”... salvo que la preposición que indica compañía preceda a dos palabras mágicas: huevos fritos. Pero, si se fijan, ni aun así es un arroz “con”, porque lo que suele anunciarse, y lo que pedimos, no es “arroz con huevos fritos”, sino, a la inversa, y con toda propiedad, “huevos fritos con arroz blanco”. Y, añadimos por nuestra cuenta, salsa de tomate, que si es casera acaba formando un conjunto impresionante con la reina de las “salsas”, la yema, y el soso de la pandilla: el arroz.