Naturalmente, su longitud y su grosor varían, al tiempo que lo hace su nombre. Lo normal es que midan entre 25 y 30 centímetros de largo, mientras que su grosor va de algo más de un milímetro a un poco más de dos; según calibre, se les conoce como “capellini”, “spaghettini”, “spaghetti”, “vermicelli”, “vermicelloni” y “spaghettoni”. Naturalmente, hay variantes, pero ésas son las, digamos, categorías básicas. Comer “spaghetti” —el Diccionario españoliza la palabra como “espaguetis”, pero uno no acaba de acostumbrarse a escribirla así, como nunca será capaz de escribir “güisqui” por “whisky” ni “cruasán” por “croissant”— requiere una cierta habilidad, que da la práctica, para hacerlo sin convertir la operación en, como decía Julio Camba, un número circense. Pero es fácil.
Lo que pasa es que hay “spaghetti” que no se conforman con los 30 centímetros habituales, cordoncillos con vocación de cordones de zapatos e incluso de alargadores de corriente, que aumentan la dificultad. Es bastante frecuente encontrar en los anaqueles de pasta “spaghetti” de 60 centímetros de longitud, el doble de lo habitual, que requieren un mayor cuidado a la hora de enroscarlos en el tenedor de modo que formen un ovillo manejable. Pero hay más. No sé si en el famoso y, en mi opinión, pernicioso “Guinness Book of the Records” se recoge el correspondiente a la longitud de los “spaghetti”; seguramente sí, pero el tal libro no es más que una antología de disparates que se apoya en las ansias de notoriedad de una serie de ciudadanos y no forma parte de mi biblioteca.
De todos modos, y en lo que a mi experiencia se refiere, la plusmarca la tiene el “spaghetto” que figuraba este año en el menú degustación que ofrecía Ferrán Adriá en “El Bulli”: dos metros. Cuesta trabajo llamar “cordoncillo” a uno que es más largo que el comensal alto, pero así viene en la carta: dos metros de “spaghetto”. Que, para empezar, no está hecho con pasta, sino con una especie de gelatina; en “El Bulli”, ya lo hemos comentado, casi nada es lo que pretende ser o lo que parece, salvo el pan, y no siempre. Ante ese cordón, el comensal permanecería atónito, dispuesto a trocearlo convenientemente para poder comérselo; pero el camarero advierte, al servirlo, que se recomienda tomarlo sorbiéndolo, y de una vez.
Se puede. Es mejor no mirar durante la operación al resto de los compañeros de mesa y confiar en que ellos, a su vez, no le miren a uno. Y, además, el cordón se rompe, por mucho cuidado que uno ponga. Eso sí: está bueno. No es más que otro de los juegos que propone Adriá en sus menús, de modo que hay que jugar... aunque siempre digamos eso de que “con las cosas de comer no se juega”.
Volvamos a los “spaghetti” normales. Hay muchas formas de condimentarlos, pero sólo una de cocerlos: abundante agua —calculen un litro para cien gramos de pasta— con la sal precisa, unos diez o doce gramos por litro, mejor si es gorda, marina, y se echa en el agua cuando ésta hierve. Nada más. Hay que cocerlos “al dente”, lo que no quiere decir que queden duros, sino que su corazón ofrece una ligera, pero notoria y elástica, resistencia. Dos o tres minutos después de haber puesto la sal se echa la pasta y se sube el fuego, mezclando rápidamente con un tenedor, mejor de madera, para que los “spaghetti” pierdan su rigidez —estamos hablando de pasta seca, la más habitual— y se sumerjan por completo en el agua. Cuando estén, y es bueno, en principio, acatar las instrucciones que señale el fabricante, se escurren bien, en un colador, y ya está. Ni se les ocurra “refrescarlos” en agua fría. Y tengan en cuenta que el tiempo de cocción no está en función de la longitud, sino del calibre.
Luego, fácil. La sopera, o la fuente, o los platos, han de estar bien calientes. Se ponen los “spaghetti”, se condimentan con la salsa elegida, y a la mesa, sin más dilaciones. La salsa más sencilla, dejando aparte el expeditivo método de echarles encima el contenido de un bote de salsa de tomate, muy poco convincente, es la que no consta más que de aceite de oliva, ajo y guindilla, sustituible por pimientitas de Cayena. Se doran los ajos, fileteados, en el aceite, sin que se oscurezcan, junto con las cayenas, y se vierte todo sobre la pasta, mezclando bien.
Estos serían los “spaghetti alla povera”, si se pone una cayenita por comensal. Si van tres o cuatro, ya les podemos llamar “alla arrabbiata”; la “arrabbiata” clásica no lleva “spaghetti”, sino una pasta de mayor calibre y menos longitud que se conoce por “penne” (pluma), que son una especie de macarrones cortados al bies. Y si hay cinco o más cayenas per cápita, les podríamos llamar “spaghetti alla puttanesca”, aunque la receta así llamada no sea exactamente tan sencilla. En cualquier caso, hay pocas cosas tan fáciles de hacer y tan ricas como los “spaghetti”... de tamaño “standard”.
Lo que pasa es que hay “spaghetti” que no se conforman con los 30 centímetros habituales, cordoncillos con vocación de cordones de zapatos e incluso de alargadores de corriente, que aumentan la dificultad. Es bastante frecuente encontrar en los anaqueles de pasta “spaghetti” de 60 centímetros de longitud, el doble de lo habitual, que requieren un mayor cuidado a la hora de enroscarlos en el tenedor de modo que formen un ovillo manejable. Pero hay más. No sé si en el famoso y, en mi opinión, pernicioso “Guinness Book of the Records” se recoge el correspondiente a la longitud de los “spaghetti”; seguramente sí, pero el tal libro no es más que una antología de disparates que se apoya en las ansias de notoriedad de una serie de ciudadanos y no forma parte de mi biblioteca.
De todos modos, y en lo que a mi experiencia se refiere, la plusmarca la tiene el “spaghetto” que figuraba este año en el menú degustación que ofrecía Ferrán Adriá en “El Bulli”: dos metros. Cuesta trabajo llamar “cordoncillo” a uno que es más largo que el comensal alto, pero así viene en la carta: dos metros de “spaghetto”. Que, para empezar, no está hecho con pasta, sino con una especie de gelatina; en “El Bulli”, ya lo hemos comentado, casi nada es lo que pretende ser o lo que parece, salvo el pan, y no siempre. Ante ese cordón, el comensal permanecería atónito, dispuesto a trocearlo convenientemente para poder comérselo; pero el camarero advierte, al servirlo, que se recomienda tomarlo sorbiéndolo, y de una vez.
Se puede. Es mejor no mirar durante la operación al resto de los compañeros de mesa y confiar en que ellos, a su vez, no le miren a uno. Y, además, el cordón se rompe, por mucho cuidado que uno ponga. Eso sí: está bueno. No es más que otro de los juegos que propone Adriá en sus menús, de modo que hay que jugar... aunque siempre digamos eso de que “con las cosas de comer no se juega”.
Volvamos a los “spaghetti” normales. Hay muchas formas de condimentarlos, pero sólo una de cocerlos: abundante agua —calculen un litro para cien gramos de pasta— con la sal precisa, unos diez o doce gramos por litro, mejor si es gorda, marina, y se echa en el agua cuando ésta hierve. Nada más. Hay que cocerlos “al dente”, lo que no quiere decir que queden duros, sino que su corazón ofrece una ligera, pero notoria y elástica, resistencia. Dos o tres minutos después de haber puesto la sal se echa la pasta y se sube el fuego, mezclando rápidamente con un tenedor, mejor de madera, para que los “spaghetti” pierdan su rigidez —estamos hablando de pasta seca, la más habitual— y se sumerjan por completo en el agua. Cuando estén, y es bueno, en principio, acatar las instrucciones que señale el fabricante, se escurren bien, en un colador, y ya está. Ni se les ocurra “refrescarlos” en agua fría. Y tengan en cuenta que el tiempo de cocción no está en función de la longitud, sino del calibre.
Luego, fácil. La sopera, o la fuente, o los platos, han de estar bien calientes. Se ponen los “spaghetti”, se condimentan con la salsa elegida, y a la mesa, sin más dilaciones. La salsa más sencilla, dejando aparte el expeditivo método de echarles encima el contenido de un bote de salsa de tomate, muy poco convincente, es la que no consta más que de aceite de oliva, ajo y guindilla, sustituible por pimientitas de Cayena. Se doran los ajos, fileteados, en el aceite, sin que se oscurezcan, junto con las cayenas, y se vierte todo sobre la pasta, mezclando bien.
Estos serían los “spaghetti alla povera”, si se pone una cayenita por comensal. Si van tres o cuatro, ya les podemos llamar “alla arrabbiata”; la “arrabbiata” clásica no lleva “spaghetti”, sino una pasta de mayor calibre y menos longitud que se conoce por “penne” (pluma), que son una especie de macarrones cortados al bies. Y si hay cinco o más cayenas per cápita, les podríamos llamar “spaghetti alla puttanesca”, aunque la receta así llamada no sea exactamente tan sencilla. En cualquier caso, hay pocas cosas tan fáciles de hacer y tan ricas como los “spaghetti”... de tamaño “standard”.