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COMER BIEN

Gastronomía: Buen año de setas

Parece que por fin tenemos un buen año de setas como consecuencia de ese tiempo un tanto enloquecido que hemos sufrido las últimas semanas. Es verdad que nunca llueve a gusto de todos, pero también que las lluvias, seguidas de unos días soleados, hacen que las setas surjan, y nunca mejor dicho, como hongos.

Cada vez hay más aficionados a las setas; cada vez hay no ya más micófilos, sino más micófagos, que es lo que a nosotros nos interesa. Todo restaurante que se precie ha de ofrecer algún plato de setas en esta época; no es que abunde la imaginación, porque la variedad, en general, no es demasiada, pero algo es algo. De unos años a esta parte, la seta omnipresente es el boleto, el hongo por excelencia de los vascos y los navarros, el cep o sureny de los catalanes. Los ejemplares más frecuentes de los boletos son los blancos (Boletus edulis), salvo en el norte de Navarra, donde adoran los negros (Boletus aereus).

Dos recetas dominan el panorama de la cocina pública del boleto: el clásico revuelto, contra el que uno no tiene nada, pero que ya empieza a cansarle, sobre todo porque el arte de hacer unos buenos huevos revueltos parece demasiado complicado para muchos cocineros, y el no menos abundante carpaccio, receta en la que, con un poco de suerte, uno se come dos o tres ejemplares, bien laminados, que le cobran como si le hubiesen puesto delante una cesta completa.

Los boletos han ocupado en nuestras cocinas el lugar que hace años correspondía al champiñón. Hoy apenas le damos valor a esta seta; yo recuerdo cuando se le llamaba 'seta de París', mientras que al boleto se le conocía como 'seta de Burdeos'. La actual escala de valores debe responder a esa mayor proximidad geográfica y, claro, a la superabundancia de champiñón cultivado, cuyas cualidades están algo alejadas de las que ofrece el champiñón de prado, con su aroma ligeramente anisado. En los viejos libros de cocina, la inmensa mayoría de las referencias a las setas están hechas al hoy olvidado champiñón; los de ahora están llenos de boletos, pero lo que no sabemos es qué es lo que se rifa.

A mí me gustan los boletos, como me gustan los champiñones, y no estoy comparando nada. Pero mi lista de setas favoritas va bastante más lejos. Me gustan muchísimo las setas de cardo (Pleurotus eryngii), que no hay que confundir con las insípidas y cultivadas setas de chopo (Pleurotus ostreata). Pero también adoro los níscalos, sean Lactarius deliciosus o Lactarius sanguifluus. Me gustan los rebozuelos –ahora les llaman chantarelos, pronunciando tal cual el nombre latino de Chantarelus cibarius, en el que la ch suena k–, como me gustan las senderuelas (Marasmius oreades), las trompetas de los muertos (Craterellus cornucopioides) y tantas otras.

Como las oronjas, la apreciadísima Amanita caesarea, llamada reina de las setas y seta de los reyes, que sirvió, mezclada con su fatal pariente la Amanita phalloides, para acelerar la conversión en dios del emperador Claudio. Pero hace tiempo que he dejado de comerlas crudas, en láminas; acabo encontrándoles siempre un sabor un tanto húmedo, mohoso, que se elimina fácilmente con unos instantes en la sartén, los justos para hacer evaporar la mayor parte de su agua.

Me gusta la cocina sencilla, para las setas. Un revuelto, sin abusar, y hecho como mandan los cánones, esto es, al baño maría, da muy buenos resultados, pero acaba aburriendo. Un toque de ajo va muy bien, siempre que sea eso, un toque. Me encantan, eso sí, los guisos en los que los níscalos son protagonistas; con patatas, por ejemplo. Y me gustó muchísimo un escabeche de setas –níscalos y rebozuelos– de tamaño botón con las que, recientemente, el gran Santi Santamaría acompañó una impresionante ventresca de atún rojo.

Como cada año, hay que aconsejar prudencia a quienes deciden aprovisionarse de setas personalmente, en el monte o el bosque. Ya saben: a la más mínima duda, no recojan un ejemplar, y si lo han hecho y no están muy seguros, acudan a quien pueda asesorarles y descartar todo riesgo. Aunque no lleguen a ser letales, las intoxicaciones por setas son muy fastidiosas, como todas las intoxicaciones.

Hoy les ofrecemos una receta sencillísima, pero muy gustosa: unos níscalos a la sartén. Una cosa: leerán y escucharán que no hay que lavar las setas. No hagan caso. Suelen tener tierra y es muy desagradable encontrársela en la boca. Lávenlas al chorro, por supuesto sin anegarlas, y séquenlas después muy bien con papel absorbente de cocina.

Limpien y laven muy bien un kilo de níscalos y corten en trozos los ejemplares más grandes. Pongan en una sartén cuatro cucharadas de aceite de oliva y frían en él dos dientes de ajo, cortados en trocitos; antes de que se coloreen, añadan una cayenita y los níscalos, que harán a fuego medio hasta que pierdan su agua.

Sálenlos, espolvoréenlos con perejil, dejen que se sigan haciendo un par de minutos más y sírvanlos bien calientes. Una receta, como ven, sin trampa ni cartón, de resultados segurísimos. Un poco de aroma de otoño, de bosque de pinos, en el plato.

© Agencia Efe


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