Como el águila. O, más frecuentemente, el pavo real. O el cisne. Afortunadamente, la llegada del pavo común a Europa devolvió al pavo real a los jardines, en tanto que el cisne, cuya opinión ante el hecho de ser asado y llevado a la mesa se expone en una de los poemas ("Olim lacus coluerant", donde clama: "recostado en una fuente, incapaz de mover las alas, veo los dientes que rechinan") de "Carmina Burana", de Orff, es huésped más asiduo de estanques que de fogones.
Por otra parte, las aves que no vuelan no se han librado tampoco de la cazuela: el avestruz, que ahora está de moda, ya figura en la lista de alimentos prohibidos --y si no se comiera no habría hecho falta prohibirlo-- en el Antiguo Testamento. Y las aves hoy más consumidas, la gallina y sus parientes, no se caracterizan precisamente por su habilidad para el vuelo.
De modo que comemos aves que vuelan mucho y aves que vuelan muy poco o no vuelan nada. Otra cosa es comer pájaros, y para eso habría que establecer con alguna precisión la frontera que separa los pájaros en particular de las aves en general: a nadie se le ocurre decir que la gallina sea un pájaro.
El Diccionario define, en primera acepción --hay muchas, y muy jugosas-- "pájaro" como "ave, especialmente si es pequeña". ¿Cómo de pequeña? Uno de los signos del desarrollo más visibles en las calles de Madrid y otras ciudades es la tranquilidad pasmosa con la que los gorriones dejan que los humanos se les acerquen. Está claro que un gorrión es un pájaro; tan claro que, no hace demasiado, en muchos bares de Madrid se ofrecían "pajaritos fritos", que eran gorriones, que por entonces desconfiaban, con muchísima razón, de la proximidad de los hombres.
No comemos, que yo sepa, golondrinas, aunque los chinos hayan patentado su cotizadísima sopa de nidos de golondrina. Tampoco cocinamos ruiseñores, aunque algunos romanos sí lo hicieron. Y no sé de nadie, salvo el gato "Silvestre", que desee comerse un canario, aunque sea tan atacante como "Piolín".
Pero comemos hortelanos, y bien que se pagan. Les recuerdo la fórmula magistral: una vez asados los pájaros, se mete uno en la boca, dejando fuera pico y ojos; se muerde, desechando lo indicado, y se guarda el resto en la boca, que a continuación se llena de vino de Burdeos. Así las cosas, cada comensal cubre su cabeza con un paño y espera pacientemente a que el pájaro se 'disuelva' en el vino. Yo, qué quieren que les diga, nunca lo he hecho y, sinceramente, no me apetece demasiado.
Sí que he comido tordos, pero en paté. Y, con su aspecto natural, zorzales. No soy un entusiasta; algo en mi cerebro los repele, aunque reconozco que saben bien. De modo que mi límite, en lo tocante a "avecicas", como decían nuestros ancestros, está en la más pequeña de las gallináceas, que es la codorniz. Ignoro si se puede considerar que la codorniz es un pájaro, pero es posible que sí.
Me gustan las codornices, sobre todo si son de tiro, y más que de ninguna manera simplemente asadas, sustituyendo sus interiores naturales por una pelota de tocino. Hoy, la gran mayoría de las codornices que comemos proceden de granjas; los ortodoxos las rechazan, pero no podemos dejar de considerar que tienen alguna ventaja sobre las cazadas, principalmente la ausencia de perdigones que puedan poner en grave peligro la integridad de nuestra dentadura.
Aún falta alguna semana para que se abra la media veda de la codorniz y de la tórtola, otra avecica particularmente sabrosa y estimada. Pero, con codornices de granja, podemos prepararnos un escabeche algo distinto a los habituales. Vamos allá.
Hechos con ocho codornices, desplúmenlas, límpienlas, vacíenlas, salpiméntenlas, átenlas con hilo de cocina para que conserven su forma y ásenlas en el horno diez o doce minutos. Mientras, corten un par de cebollas en cuartos, otras tantas zanahorias en trozos y, por otro lado, expriman una naranja amarga o, en su defecto, un pomelo, y mezclen su zumo con un cuarto de litro de vinagre suave y la misma cantidad de vino blanco.
Pongan en una cazuela la cebolla, la zanahoria, cuatro dientes de ajo ligeramente machacados, un trozo de jengibre, la mezcla anterior y un cuarto de litro de aceite virgen y hagan cocer todo, a fuego suave, media hora. Cubran por completo con este escabeche las codornices y déjenlas macerar al menos dos días.
Frías, agradecen una escolta de lechuga y frutos secos; calientes, les van muy bien unos gajos de manzana caramelizados. Y ojo: las codornices sí que vuelan.