Cuentan que un campesino de la provincia de Anhui robó una gallina y encendió un fuego, para cocinarla, a orillas de un lago; de pronto, oyó ruido de caballos: era un señor feudal, con su séquito. Asustado, recogió barro y cubrió con él la gallina, que echó, así camuflada, sobre las brasas.
El noble, al ver el fuego, descabalgó y se sentó junto a él para calentarse; allí estuvo demasiado tiempo para el gusto y el hambre del campesino, que, cuando el señor partió, vio que el barro con el que había escondido su gallina se había convertido en algo duro como un ladrillo. Decepcionado y furioso, tiró una piedra contra ese amasijo. Se rompió la costra de barro y de dentro surgió un olor delicioso: era la "gallina del mendigo".
No precisamente de mendigos, sino de poderosos y hasta de emperadores, fue en principio el plato de ave más famoso de la cocina china: el pato al estilo de Pekín, ése al que suele llamarse "pato lacado" e incluso "pato laqueado"; uno tiene para sí que "laquear" es a "lacar" lo mismo que "influenciar" a "influir" y, de todos modos, se queda con la referencia geográfica. Las primeras referencias a este plato se remontan a la dinastía Song —de mediados del siglo X a mediados largos del XIII—; hay que decir que, entonces, la capital no estaba en Pekín, sino en Nankín, y los patos usados para la receta eran los negros de Nankín, no los blancos de Pekín. La dinastía Ming trasladó la corte a Pekín a principios del siglo XV, y es con ella cuando el plato se instaló en la cocina imperial.
Curiosamente, el cambio de capitalidad hizo que hubiera que transportar grandes cantidades de arroz de Nankín a Pekín, para lo que se construyeron varios canales; parte del arroz se perdía en esos canales, lo que suministraba un alimento suplementario a los patos de la zona: los patos de Pekín.
No es fácil hacerlo en casa. Lo primero que habría que hacer sería conseguir nada menos que un pato de Pekín. Una vez sacrificado y desplumado, se bombea aire bajo la piel, para que se hinche y la piel se separe de la carne. Se lava bien por dentro, se cuelga en un gancho y se escalda en agua hirviendo. Y es entonces cuando se laca. Para ello, se unta la superficie exterior de la piel con una pasta acaramelada, hecha con azúcar malteada, y se deja secar. A partir de ahí... cada maestrillo tiene su librillo, pero suele ser usual que se ponga agua entre la piel y la carne, de modo que la primera se ase y la segunda se cueza. Los chinos prefieren una cocción en horno de leña, con algún elemento aromático, a la hecha en hornos de gas o eléctricos.
Bien, así las cosas llegará el momento de llevar el pato a la mesa. Lo tradicional, lo que mandan los cánones, es suministrar a los comensales unas tortitas —unas pequeñas "crepes"— de harina de trigo; en cada una de ellas se pone un trozo de piel crujiente, con unas tiras de cebolleta o chalote y un poco de salsa dulce de habas de soja; se envuelve todo en la tortita y se come. A mano.
Luego vendrá la carne, probablemente preparada de más de una manera, es decir, con diferentes aliños y acompañamientos. Y, por último, con los huesos se hace una sopa, que lleva repollo blanco y melón de invierno, que se sirve como final del banquete. Como ven, un pato al estilo de Pekín es algo así como nuestro cocido de hoy: una comida completa. Cada parte tiene su liturgia: la piel, con la mano; la carne, con palillos, y la sopa, lógicamente, con cuchara.
A mí, desde luego, me gusta mucho, y lo disfruto cuando doy con un restaurante que sabe prepararlo; no hay muchos, pero sí algunos. En estos tiempos en los que al restaurante chino económico y familiar de la esquina, al que el padre de familia iba sintiéndose poco menos que Marco Polo, le han sustituido los llamados "panasiáticos", llenos de diseño y de recetas tais o vietnamitas; ahora que la cocina oriental que manda en Occidente es la japonesa... reconforta volver de vez en cuando a un plato tan clásico, tan perfecto, como el pato al estilo de Pekín.
En serio: si quieren sentirse como un emperador de la dinastía Ming, regálense este plato. Es, probablemente, la máxima joya de la cocina no ya pequinesa, sino incluso china y hasta, probablemente, oriental.