Estos días tuvimos ocasión de enfrentarnos con dos de estos productos: langostinos, que ya están en los mercados, y besugos, que tardarán todavía unos meses en llegar a los mostradores de las pescaderías. Por supuesto, conocemos bastante bien otros frutos del “cultivo” de animales marinos: truchas, salmones, doradas, rodaballos, lubinas, incluso esturiones... Pronto vendrán, también, rapes, lenguados, meros...
Como, por fortuna, todavía tenemos la posibilidad de comparar estos pescados cultivados con los que han sido capturados en el mar o en el río —veremos por cuánto tiempo—, podemos establecer las diferencias que hay entre unos y otros. La primera, su tamaño. La industria comercializa esos pescados cuando alcanzan una talla comercial; en la inmensa mayoría de los casos, cuando aún no han alcanzado su madurez sexual, es decir, antes de que podamos considerarlos ejemplares adultos en el sentido pleno de la palabra.
La segunda, y conste que hablamos en general, su sabor. Verán: un filósofo alemán dijo, hace tiempo, que cada uno es lo que come. Si esto vale para la especie humana, valdrá también para los pescados. Evidentemente, su alimentación repercute de modo importante en su sabor final; todavía queda quien recuerda los tiempos en que se alimentaba a los cerdos con harina de pescado y los jamones resultantes tenían un notorio tufillo a sardinas.
Vamos con nuestras experiencias recientes. Los langostinos, que se crían en Sanlúcar de Barrameda, no son los autóctonos de sus aguas, el “Penaeus kerathurus”, sino la especie “japónica”. Como es natural, llegan vivos al mercado. Su aspecto es diferente: son de un gris más apagado que brillante, y lucen una “bufanda” de color rosa fuerte en su cuello. Los pusimos, primero, al ajillo, y los acompañamos con spaghetti. Los hicimos también protagonistas de un arroz, y los guisamos con patatas. En todos los casos, los resultados fueron satisfactorios. Su textura es impecable, mucho mejor que la de tantas gambas arroceras sometidas quién sabe cuándo a la congelación y descongelación. Pero no vamos a comparar su sabor con el de unos langostinos de aguas sanluqueñas. Por eso los consideramos muy apropiados para preparaciones como las antes citadas, en las que cuentan con “ayudas” como el ajo y la guindilla, unas veces, o un buen caldito de pescado, otras.
El besugo se cultiva en aguas ferrolanas. Los ejemplares que vimos pesaban alrededor de un kilogramo; eran bastante más que “panchos”, que es el nombre que reciben los besugos jóvenes en el Norte. Su aspecto, impecable. La fórmula elegida para la consiguiente investigación fue el escabeche, un escabeche en el que se usó un excelente vinagre y se redondeó con aportaciones cítricas —limón, naranja, pomelo— así como la clásica hojita de laurel y una prudente dosis de distintas especias. Los lomos del besugo, desespinados en lo posible, pasaron fugazmente por la sartén y se hicieron después en el escabeche.
El resultado también fue satisfactorio, aunque aquí sí que había alguna diferencia de textura: estos besugos tienen un mayor contenido graso o, al menos, más perceptible, que sus primos de aguas libres. No es extraño: a nosotros también se nos acumulan grasitas en la cintura cuando dejamos de hacer ejercicio. Por lo demás, carnes blancas y firmes. Noten que también elegimos una fórmula, el escabeche, que introduce sabores. Recordamos que el escabeche de besugo fue, en tiempos en los que abundaba este espárido, el predilecto del público madrileño, y que ya a finales del siglo XVIII Joseph Cornide recomendaba esta preparación.
Entonces, lo que parece claro es que estos pescados cultivados van muy bien con ese tipo de “ayudas”, pero no tanto cuando se les enfrenta, en toda su desnudez sápida, al comensal. Insisto en que la textura es más que correcta; así que lo importante es saber cocinarlos, que para eso, entre otras cosas, se inventó la cocina.
Lo que sí que me plantean estos productos es una duda idiomática. Ya les he contado que el castellano, el español, es el único idioma occidental importante que diferencia “pez” de “pescado”; llamamos “pez” al animal libre, antes de ser capturado y convertido en “pescado”. Pero entonces, estos ejemplares de acuicultura, ¿son peces... o nacen ya pescados? Ay, la riqueza de nuestra lengua...
En todo caso, según dicen quienes saben de esto, la acuicultura es el futuro, sobre todo por nuestra mala cabeza, que nos ha llevado a esquilmar los caladeros tradicionales y puede hacer que, en un futuro más o menos próximo, cuando se pesque en aguas gallegas un rodaballo de nueve o diez kilos, en vez de cocinarlo lo llevemos al taxidermista para disecarlo y exhibirlo en un Museo que bien podría llamarse “de los peces perdidos”.