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1.ENIGMAS DE LA HISTORIA

¿Ganó el Frente popular las elecciones de febrero de 1936?

La mitología frentepopulista ha insistido durante décadas en el hecho de que en febrero de 1936 las izquierdas agrupadas en el Frente popular obtuvieron una rotunda e innegable victoria electoral y en que, precisamente, la incapacidad de las derechas para aceptar el resultado de las urnas acabó degenerando en una conspiración que cristalizó en el alzamiento de julio de 1936. Sin embargo, ¿ganó verdaderamente el Frente popular las elecciones de febrero de 1936?

Tras el alzamiento armado de octubre de 1934 en que el PSOE y los nacionalistas de la Ezquerra —con apoyos no escasos del PNV y los republicanos— pretendieron derribar al gobierno legítimo, la segunda república entró en una deriva que Stanley Payne ha denominado “el desplome de la segunda república” y Pío Moa “los orígenes de la guerra civil española”. Las derechas habían salvado al régimen de su aniquilación revolucionaria pero no quisieron —quizá tampoco supieron— someter al peso de la ley a los que habían deseado acabar con el sistema constitucional. Así, durante 1935, los nacionalistas y la izquierda se dedicaron a propalar rumores sobre las atrocidades cometidas por las fuerzas del orden que habían sofocado la revolución y, a la vez, se emplearon a fondo en aniquilar a las fuerzas de las derechas que podían servir de sostén al régimen republicano.
 
De manera consciente o no, las izquierdas fueron empujando a la radicalización a unas derechas que, paradójicamente para muchos, habían sido las garantes de la legalidad republicana. Pieza clave de esta estrategia fue, ya en septiembre de 1935, el estallido del escándalo del estraperlo. Strauss y Perl, los personajes que le darían nombre, eran dos centroeuropeos que habían inventado un sistema de juego de azar que permitía hacer trampas con relativa facilidad. Su aprobación se debió a la connivencia de algunos personajes vinculados a Lerroux, el dirigente del partido radical. Los sobornos habían alcanzado la cifra de cinco mil pesetas y algunos relojes pero se convertirían en un escándalo que superó con mucho la gravedad del asunto. Strauss amenazó, en primer lugar, con el chantaje a Lerroux y cuando éste no cedió a sus pretensiones, se dirigió a Alcalá Zamora, el presidente de la república. Alcalá Zamora discutió el tema con Indalecio Prieto y Azaña y, finalmente, decidió desencadenar el escándalo para hundir a las derechas. Como señalaría lúcidamente Josep Plá, la administración de justicia no pudo determinar responsabilidad legal alguna —precisamente la que habría resultado interesante— pero en una sesión de Cortes del 28 de octubre se produjo el hundimiento político del partido radical, unas de las fuerzas esenciales en el colapso de la monarquía constitucional y el advenimiento de la república menos de cuatro años antes.
 
De esa manera, la CEDA quedaba prácticamente sola en la derecha frente a unas izquierdas poseídas de una creciente agresividad. Porque no se trataba únicamente de propaganda y demagogia. Durante el verano de 1935, el PSOE y el PCE —que en julio ya había recibido de Moscú la consigna de formación de frentes populares— desarrollaban contactos para una unificación de acciones. En paralelo, republicanos y socialistas discutían la formación de milicias comunes mientras los comunistas se pronunciaban a favor de la constitución de un Ejército rojo. El 14 de noviembre de 1935, Azaña propuso a la ejecutiva del PSOE una coalición electoral de izquierdas. Acababa de nacer el Frente popular.
 
En esos mismos días, Largo Caballero salió de la cárcel —después de negar cínicamente su participación en la revolución de octubre de 1934— y la sindical comunista CGTU entraba en la UGT socialista. Así, el año 1935 concluyó con el desahucio del poder de Gil Robles; con unas izquierdas que creaban milicias y estaban decididas mayoritariamente a ganar las siguientes elecciones para llevar a cabo la continuación de la revolución de octubre de 1934; y con reuniones entre Chapaprieta y Alcalá Zamora para crear un partido de centro en torno a Portela Valladares que atrajera un voto moderado preocupado por la agresividad de las izquierdas y una posible reacción de las derechas. Ésta, de momento, parecía implanteable. La Falange, el partido fascista de mayor alcance, era un grupo minoritario; los carlistas y otros grupos monárquicos carecían de fuerza y en el ejército Franco insistía en rechazar cualquier eventualidad golpista a la espera de la forma en que podría evolucionar la situación política. Así al persistir en la idea de que no era el momento propicio, impidió la salida golpista.
 
Cuando el 14 de diciembre de 1935, Portela Valladares formó gobierno era obvio que se trataba de un gabinete puente para convocar elecciones. Finalmente, Alcalá Zamora, aceptando las presiones de las izquierdas, disolvió las Cortes (la segunda vez durante su mandato, lo que implicaba una violación de la Constitución) y convocó elecciones para el 16 de febrero de 1936 bajo un gobierno presidido por Portela Valladares.
 
El 15 de enero de 1936 se firmó el pacto del Frente popular como una alianza de fuerzas obreras y burguesas cuyas metas no sólo no eran iguales sino que, en realidad, resultaban incompatibles. Los republicanos como Azaña y el socialista Prieto perseguían fundamentalmente regresar al punto de partida de abril de 1931 en el que la hegemonía política estaría en manos de las izquierdas. Para el resto de las fuerzas que formaban el Frente popular, especialmente el PSOE y el PCE, se trataba tan sólo de un paso intermedio en la lucha hacia la aniquilación de la República burguesa y la realización de una revolución que concluyera en una dictadura obrera. Si Luis Araquistain insistía en hallar paralelos entre España y la Rusia de 1917, donde la revolución burguesa sería seguida por una proletaria, Largo Caballero difícilmente podía ser más explícito sobre las intenciones del PSOE. En el curso de una convocatoria electoral que tuvo lugar en Alicante, el político socialista afirmaba:
 
“Quiero decirles a las derechas que si triunfamos colaboraremos con nuestros aliados; pero si triunfan las derechas nuestra labor habrá de ser doble, colaborar con nuestros aliados dentro de la legalidad, pero tendremos que ir a la guerra civil declarada. Que no digan que nosotros decimos las cosas por decirlas, que nosotros lo realizamos” (El Liberal, de Bilbao, 20 de enero de 1936).
 
Tras el anuncio de la voluntad socialista de ir a una guerra civil si perdía las elecciones, el 20 de enero, Largo Caballero decía en un mitin celebrado en Linares: “... la clase obrera debe adueñarse del poder político, convencida de que la democracia es incompatible con el socialismo, y como el que tiene el poder no ha de entregarlo voluntariamente, por eso hay que ir a la Revolución”.
 
El 10 de febrero de 1936, en el Cinema Europa, Largo Caballero volvía a insistir en sus tesis: “... la transformación total del país no se puede hacer echando simplemente papeletas en las urnas... estamos ya hartos de ensayos de democracia; que se implante en el país nuestra democracia”.
 
No menos explícito sería el socialista González Peña al indicar la manera en que se comportaría el PSOE en el poder: “... la revolución pasada (la de Asturias) se había malogrado, a mi juicio, porque más pronto de lo que quisimos surgió esa palabra que los técnicos o los juristas llaman “juridicidad”. Para la próxima revolución, es necesario que constituyéramos unos grupos que yo denomino “de las cuestiones previas”. En la formación de esos grupos yo no admitiría a nadie que supiese más de la regla de tres simple, y apartaría de esos grupos a quienes nos dijesen quiénes habían sido Kant, Rousseau y toda esa serie de sabios. Es decir, que esos grupos harían la labor de desmoche, de labor de saneamientos, de quitar las malas hierbas, y cuando esta labor estuviese realizada, cuando estuviesen bien desinfectados los edificios públicos, sería llegado el momento de entregar las llaves a los juristas”.
 
González Peña acababa de anunciar todo un programa que se cumpliría apenas unos meses después con la creación de las checas. Con no menos claridad se expresaban los comunistas. En febrero de 1936, José Díaz dejó inequívocamente de manifiesto que la meta del PCE era “la dictadura del proletariado, los soviets” y que sus miembros no iban a renunciar a ella.
 
De esta manera, aunque los firmantes del pacto del Frente popular (Unión republicana, Izquierda republicana, PSOE, UGT, PCE, FJS, Partido sindicalista y POUM) suscribían un programa cuya aspiración fundamental era la amnistía de los detenidos y condenados por la insurrección de 1934 —reivindicada como un episodio malogrado pero heroico— algunos de ellos lo consideraban como un paso previo, aunque indispensable, al desencadenamiento de una revolución que liquidara a su vez la Segunda República incluso al costo de iniciar una guerra civil contra las derechas.
 
También sus adversarios políticos centraron buena parte de la campaña electoral en la mención del levantamiento armado de octubre de 1934. Desde su punto de vista, el triunfo del Frente popular se traduciría inmediatamente en una repetición, a escala nacional y con posibilidades de éxito, de la revolución. En otras palabras, no sería sino el primer paso hacia la liquidación de la república y la implantación de la dictadura del proletariado. En este clima se celebraron, finalmente, las elecciones.
 
La próxima semana terminaremos de desvelar el ENIGMA sobre el resultado electoral de los comicios de febrero de 1936.
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