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LAS GUERRAS DE TODA LA VIDA

Gallegos

Creo que antes de hablar de Rosa Díez y de los imbéciles que se sirvieron de ella para glosar su supuesto antigalleguismo con majaderías mayores conviene exponer el contenido de mi legajo de limpieza de sangre, que voy preparando para cuando me lo pidan al ir a ver a mi gente.

Creo que antes de hablar de Rosa Díez y de los imbéciles que se sirvieron de ella para glosar su supuesto antigalleguismo con majaderías mayores conviene exponer el contenido de mi legajo de limpieza de sangre, que voy preparando para cuando me lo pidan al ir a ver a mi gente.
Durante ocho generaciones, mi familia nació y hasta vivió partes de su vida –se sabe que viajamos mucho y se nos encuentra en todas partes– en Galicia. Cumplo de sobra con los siete apellidos que requería Sabino Arana, porque después del Vázquez, que puede prosperar en cualquier lugar de la Península, vienen Rial, Posse, Lema, Novas, Besteiro, Ouro, Fandiño y otros de igual enjundia. Sólo dos nacimos fuera: yo, en Buenos Aires, cierto que en el hospital del Centro Gallego, y mi tío Enrique, en La Habana, en un intento fracasado de emigración de mi abuelo, allá por 1910. Me permito, pues, ejercer de gallego; como, por lugar de llegada a este valle de lágrimas, me permito ejercer de argentino y, por extenso currículum barcelonés, me permito ejercer de catalán. Y, por supuesto, me permito ejercer de extranjero en Galicia, en Cataluña y en Argentina.

Pero esa especie de triple sello nacional no es nada cómodo de llevar, porque lo primero que mueve el aparato de suponer del que uno tiene enfrente es, en cada caso, lo más desgraciado del modelo elaborado desde el prejuicio: este tipo debe de ser soberbio como todos los argentinos, rácano como todos los catalanes y escurridizo como todos los gallegos.

No sé cuál es el "sentido más peyorativo" del término gallego. En algunas partes de América (Brasil, por ejemplo), la palabra misma suele ser despectiva. Imagino, sin que nada sostenga mi suposición, que Rosa Díez considera que lo peor de los gallegos es su capacidad para eludir cualquier intento de obligarles a definirse, a tomar partido, aquella mamarrachada de la escalera y el no saber si el hombre sube o baja. Pero resulta que el aludido, es decir, nuestro presidente, no es gallego, lo cual remite a otra cosa: la falsa caracterización del arquetipo implícita en la misma frase. Como quien, ante un avaro, dice que es catalán, o judío, o escocés, en el sentido más peyorativo de esos términos. O ante alguien de demostrada terquedad dice que es aragonés o vasco, con idéntica intención.

Tras la expulsión de judíos y moriscos, las Españas se quedaron sin referentes a mano para soltar veneno. El término ladino (uno de los nombres de la lengua judeoespañola y, por extensión, del judío) como sinónimo de persona taimada pasó al habla coloquial sin que, al emplearlo, se recuerde su origen remoto: la viva judeofobia hispana, encarnada lamentablemente por Quevedo. Desde entonces, los nacionalistas periféricos encontraron su identidad por oposición, y basten para ejemplificarlo las barbaridades de Arana referentes a la virilidad y la industriosidad del vasco, opuestas a la mariconería y la molicie de los maketos andaluces. Casi todos los anti españoles –anticatalanismo, antiandalucismo, etc.– esconden (mal) alguna forma de radicalismo en la pureza de sangre. Los más corrientes, aunque no los únicos, son la judeofobia en el caso catalán (oí muchas veces a mi abuelo decir que los catalanes, a los que detestaba sin motivo alguno, era judíos) y el antiarabismo en el caso andaluz (y preciso lo del antiarabismo porque la visión del Islam que el Romanticismo preparó para el colectivo español tras la dura Reconquista fue la de un califato y unos reinos entregados por entero a la sensualidad, muy alejada de cualquier realidad musulmana pasada o actual).

Hace unos años fui invitado a Cartagena en una fiesta del libro; la encantadora señora que me recogió en el aeropuerto, cuando mencioné la palabra Murcia a cuento de no sé qué, me espetó: "Yo no soy murciana, soy cartagenera". Acto seguido, se puso a hablar de los murcianos como un viejo nacionalista catalán franquista –mezcla más abundante de lo que se cree– ofendido por la inmigración: por alguna razón, los murcianos fueron objeto de desprecio preferente en la Cataluña de los cincuenta a los ochenta, pese a ser mayor el número de inmigrantes andaluces: quizá porque en el proceso de sustitución que llevó a la extinción del proletariado catalán como tal (lo explica Francisco Caja en su última obra, La raza catalana –en el mismo sentido étnico en que se habla de "inmigración" de españoles a Cataluña, una barbaridad aceptada hasta en el medio académico y a la que aún no he encontrado alternativa–) los murcianos precedieron a los andaluces, que empezaron a emigrar sólo cuando Sevilla fue borrada del mapa como polo de desarrollo, por conflictiva –Sevilla la roja, la de Pepe Díaz–, y se abandonó la incipiente industrialización.

El desprecio al inmigrante era esencialmente entonces el desprecio de la población urbana por los trabajadores de origen rural, cosa que cabe generalizar en el desigual proceso español de desarrollo a lo largo de los quinientos años que sucedieron al final de la Reconquista y la composición y descomposición del Imperio. Pero ese proceso no se dio en el interior de cada región, sino que la gente emigró del campo a las ciudades con industria –Barcelona, Bilbao, Madrid–, en lo que tendría que haber sido un camino hacia la integración étnica –ante todo, lingüística– de la nación española, algo que probablemente jamás lleguemos a ver, nosotros, pobres belgas o austrohúngaros.

En todo ese cuadro, el gallego fue el emigrante por excelencia: a América –el que en no pocos países se llame gallegos a todos los españoles no es un capricho, sino una consecuencia del número– primero, a algunos países europeos –Alemania, Suiza, Francia, Inglaterra, pero se decía, y muchos siguen diciendo, "Europa" como un territorio ajeno y lejano– después. Y en el interior de España, aunque tendiendo a los oficios urbanos más apartados de la industria: el taxi y los transportes públicos en general, la hostelería o el funcionariado armado, esto es, la policía o la Guardia Civil: en una época casi todos los puestos de Tranvías de Barcelona eran ocupados por gallegos.

Los gallegos no fueron integrados como clase obrera, y eso les mantuvo en cierta medida alejados del prejuicio de las clases dominantes, aunque no, en su papel policial, del prejuicio de las clases bajas. En América y Europa vivieron el destino de todo inmigrante: el desprecio del colectivo local si se mantenían en las capas sociales inferiores y un respeto receloso si hacían dinero, en cuyo caso sólo la segunda generación era aceptada como parte de la nación receptora.

Manuel Fraga.Por otra parte, Galicia, en términos geo-económicos, continúa siendo una región comparativamente atrasada. Franco la desatendió por quién sabe qué oscuros fantasmas personales. Y en los gobiernos posteriores poco se hizo para que, en un país que vive en gran medida del turismo, y del turismo religioso, hubiese al menos un AVE Madrid-Santiago. Fraga gobernó hacia dentro, con una política galleguista no muy diferente de la de Pujol en lo lingüístico y promoviendo el galleguismo de un modo que hizo inevitable la aparición del BNG, que permitió a los socialistas gobernar en una alianza muy parecida a la que aún mantienen en Cataluña con ERC. No hay que olvidar que Don Manuel siempre albergó simpatías por los nacionalismos mal llamados históricos, y que como ministro de Franco impulsó el que los Premios Nacionales de Literatura empezaran a darse en vascuence, catalán y gallego –hablo de 1966, pero estos tipos juran que las suyas eran lenguas perseguidas–. Por eso no le molestó en absoluto el modelo de Estado autonómico elaborado en 1978.

Debe de ser muy irritante para los nacionalistas gallegos que Valle-Inclán dijera en su día, conminado a expresarse en gallego, que él escribía "en la lengua de veinte naciones y no en la de cuatro provincias", cosa que se puede considerar una declaración de principios bien clara, aunque lo haya dicho exactamente en la mitad de una escalera.

¿Por qué cada español detesta ser considerado igual a otro español nacido en una zona diferente del país, en lo bueno y en lo malo? Porque le han enseñado a ser así, y buenos cuartos que nos cuesta mantener ikastolas y escuelas monolingües en Galicia y en Cataluña para que ese maldito virus prolifere. ¿Y por qué reaccionan los gallegos públicos, más o menos profesionales de su galleguidad, como Julia Otero, que también funge de catalana y habla catalán cual nativa, rasgándose las vestiduras ante la expresión de Rosa Díez? ¿Qué hubiera pasado de haber dicho que el presidente era mentiroso como un gitano o que su actuación respecto de la crisis era una judiada? Bueno: el colectivo gitano está acostumbrado y el judío es demasiado minoritario para tener influencia electoral, además de ser inmune a la llamada de un partido como UPyD, que lleva a las europeas como punto preferente el ingreso de Turquía en la UE. Si hubiese dicho que es un maula (equivalente morisco del ladino), el enorme poder de la comunidad islámica en nuestro país no se hubiese movilizado; entre otras cosas, por desconocimiento del término.

La reacción de los gallegos más o menos profesionales es una reacción nacionalista, en el sentido más peyorativo del término, si se me excusa la reiteración de la cita. Los gallegos que se ofenden por estas pendejadas luchan poco por una Galicia bilingüe: imagine el lector cuántas veces podría haber invitado, entrevistado, elogiado o defendido Julia Otero a Gloria Lago. Estos gallegos no se preocupan por el AVE ni dieron una batalla contra el atraso asumiendo en su día la concentración parcelaria: al contrario.

Y, desde luego, ni le pasó ni le pasará por la cabeza a Rosa Díez decir de nadie que es un vasco en el sentido más peyorativo del término. Y ni siquiera aludirá a los catalanes. Todavía hay clases.


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