Sólo así puede entenderse la excepcionalidad experimentada dentro de nuestras fronteras bajo el pretexto bélico. No hay exageración al hablar de excepcionalidad cuando no hacemos más que evidenciar la consumación del clima de radicalización política y de sentimiento de impunidad que se ha instalado en nuestro país, de una situación progresiva que altera gravemente la estabilidad democrática. Ciertamente, ha sido escandaloso y alarmante lo que ha tenido que verse y oírse en nuestras calles, centros de trabajo y estudio, en las instituciones, en los medios, penetrando incluso obscenamente y perturbando el ámbito de las familias y la vida privada.
La algarada y la insurrección, el insulto y la amenaza, por parte de los que se dicen enemigos del Imperio —¿los nuevos/viejos bárbaros?— y, por encima de todo, del Gobierno del PP, se han impuesto en la sociedad con una facilidad pasmosa. Los enanos políticos, que han visto la oportunidad para agigantar sus medidas por medio del arte de la demagogia y la máscara, y mucha presión, han lanzado un rayo incendiario que ha prendido vivamente. En contraposición a este derroche de provocación e imaginación de un sector minoritario de la sociedad se ofrece el escenario de la “mayoría silenciosa”, de los ciudadanos anónimos y pasivos, los que no se manifiestan ni vociferan, los que sólo votan. Esta polarización se ha vendido en los últimos tiempos en España y parece que con éxito. El mensaje es chato, pero claro: la ciudadanía activa y participativa consigue lo que quiere con la exigencia y la intimidación; mientras que los que callan, otorgan. O sea: con la violencia (“la lucha”) se consigue todo. Se ha popularizado, entonces, como algo normal lo que es excepcional; lo anómalo se ha hecho normal y lo “normal”, impune. El terreno estaba abonado para ello.
Las movilizaciones contra las leyes de reforma educativa, la huelga general del 20-J, el accidente del Prestige, la guerra de Irak…, en una progresión retorcida (con gauchissement), han llevado las cosas al límite. Si la firmeza democrática no existe, todo está permitido a la hora de conseguir lo que interesa a cada uno, persona individual o jurídica, grupo social, estamento corporativo, comunidad autónoma. Y este recado en un país como el nuestro, de tradición estatista, proteccionista, de escasa iniciativa social y mucha acción gubernativa, se traduce inmediatamente en reclamación general al Gobierno central y al Estado.
Pero la palabra y la acción no pueden mantenerse indefinidamente en tensión, en estado de permanente deterioro. Es preciso tomarse en serio la normalización de la vida política española. Y ello pasa, como mínimo, por dejar de polemizar permanentemente con los bobos y bellacos; por no retroceder y hacer que el Estado de Derecho actúe; por cumplir y hacer cumplir la Constitución, en fin. En tal caso, los resultados son notables, como ha podido apreciarse con la aplicación de la Ley de Partidos Políticos y las medidas políticas y jurídicas que le han sucedido. Urge que el poder democrático haga retroceder la fuerza ilegítima de la insurrección, el insulto y la agresión, denunciando que a todo ello se le siga denominando libertad de expresión o de manifestación.
El desafío secesionista en el País Vasco va a poner muy pronto en una dura prueba el Estado de Derecho, si no lo ha hecho ya; todo ello (¿casualmente?) en unos momentos de excitabilidad y desacato generalizados.