A regañadientes tuvieron los antifranquistas que aceptar tres cosas: el Rey, la Marcha Real y la bandera con su águila de Patmos y su leyenda “Una, grande y libre”, según la describe aún la vigente Constitución del 78. Este escudo fue abolido por los socialistas al llegar al poder, pero el Rey siguió, aunque sin poderes, y la Marcha Real sin letra. Al mismo tiempo, por si no bastaba con enjaular a los españoles en partidos políticos, se los estabuló en “comunidades autónomas”, con el consiguiente fomento del espíritu tribal. Era además la hora de las multinacionales, que venían a reforzar las lealtades de las Internacionales: socialista, democristiana, liberal, comunista, con las que siempre fue incompatible la idea que el español medio tuviera de España, inculcada por ocho lustros de “formación del espíritu nacional”.
Tienen, pues, toda la razón los que en nombre de ese patriotismo vergonzante que llaman “patriotismo constitucional”, se resisten a homenajear a la bandera nacional para no herir la delicada sensibilidad de las tribus que la queman cada vez que pueden.
Ni roja ni rota
La guerra civil se hizo para impedir que España fuera roja y quedara rota, es decir, fue una cruzada contra el comunismo y el separatismo, las dos fuerzas que realmente, desde octubre de 1934, dieron al traste con la República. La República, la “legalidad gubernamental” contra la que se produjo el Alzamiento, no era más que una triste ficción, una fantasmagoría condenada a ser lo que fue durante la guerra, dominada por el comunismo y traicionada por el separatismo. Hoy, caído el Muro de Berlín y hundido el Imperio soviético, se puede hablar ya de comunismo sin complejos, por más que muchos envuelvan el concepto en el papel de fumar de la palabra “estalinismo”. Al separatismo, en cambio, nadie se atreve a llamarlo por su nombre porque, si así se hace, se teme caer en la retórica del régimen que le dio el trato que se merecía.
La hoz y el martillo y el hacha y la víbora, en estrecha alianza, jugaron un importante papel por lo menos en la guerra de símbolos contra ese régimen que sacralizaba la unidad de España. De ahí que la actual clase política, tanto la derecha vergonzante como la socialdemocracia tardopatriótica, encubra los peligros que hacen correr a esa unidad en esa terminología gaseosa y mostrenca de la tolerancia, la no violencia, el “Estado de derecho” y los derechos humanos, y deje expuesta a la “ciudadanía”, no ya inocente, sino indiferente, a los golpes del hacha y a la ponzoña de la víbora.
La segunda oportunidad
Llevamos ya un cuarto de siglo en que no está bien visto hablar de España en España y en que todo español que se respete intelectualmente considera que ser español es una vergüenza. El la, como decimos en Italia, lo dio la casta intelectual, con Cela y otros pícaros del fondo de reptiles, cuando anunciaron su propósito, afortunadamente incumplido, de hacer una comedia musical titulada El ciento y la madre patria y todo lo demás. La antiespaña que todos los españoles, sin distinción de derechas e izquierdas, llevamos dentro, reventó como una represión más del “régimen anterior”, y poco a poco se fue afirmando la incompatibilidad entre ser patriota y ser demócrata. Esta incompatibilidad hizo crisis en una tenebrosa noche de febrero de 1981 y fue Su Majestad en persona quien zanjó la cuestión y salvó la democracia.
Parece ser que la principal finalidad de aquella extraña conspiración, al menos en su nunca aclarada “trama civil”, fue el “golpe de timón” que pedía el anciano Tarradellas, más patriota que demócrata, para evitar situaciones como las que no tardarían en plantearse en ciertas regiones españolas. Las oligarquías de esas regiones han tenido un cuarto de siglo para acreditar su perversa idea de lo español. A ver si ahora Su Majestad es capaz de salvar a la patria como antaño salvó a la democracia.
Supervivientes
Al cumplir los cien años de edad, la cineasta Leni Riefenstahl, camarógrafa oficial en su día del III Reich, dijo haber utilizado, en su última película Tiefland, rodada en 1942, figurantes de raza gitana, traídos de un campo de concentración, algunos de los cuales llegarían a sobrevivir a los rigores del campo. Uno de estos supervivientes, gitana ella, le puso una querella criminal acusándola de mentir y de incitar al odio racial, pues es sabido que de aquellos célebres campos no quedaron supervivientes, y menos gitanos.
En la ordalía de que fui objeto con ocasión de mi libro Crónicas extravagantes, un locutor radiofónico me acusó de afirmar en ese libro que Franco ganó la guerra, trajo la paz, el desarrollo y la prosperidad y fue enterrado con los máximos honores. Yo repliqué: “¿Y es que no es verdad?” Y él dijo: “¡Sí, pero no se puede decir!” Otra cosa que tampoco se puede decir en democracia es que Franco salvó los judíos que pudo, y hubo un grupo, que por tener pasaporte español, logró sobrevivir en el campo de Mauthausen. Allí compartieron penalidades con españoles de verdad, algunos de los cuales, por cierto, se sumaron corporativamente a la ordalía susodicha alegando que, al hacer tales afirmaciones, yo estaba defendiendo los hornos crematorios y las cámaras de gas a los que ellos nunca se resignaron a sobrevivir.
Aquilino Duque (Sevilla, 1931) es poeta, narrador y ensayista. Su último libro, Mano en candela, ha sido publicado este año por Pretextos. Desde hace varios años, envía por correo electrónico estas “nótulas en busca de editor”, de las cuales publicamos las últimas recibidas.
NÓTULAS EN BUSCA DE EDITOR
Fomento del espíritu tribal
Es un hecho que el llamado “régimen anterior” se identificaba con España, con toda España, y que a eso se debe que los que a su desaparición se hicieron dueños de “este país”, procurasen distanciarse de su nombre y de sus símbolos.
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