Las revoluciones, con sus violencias y destrucciones, son muy onerosas, pero tan inevitables como las explosiones volcánicas. Bueno, no todas: algunas no son naturales y deberían evitarse. ¿Por qué producir sustos y sobresaltos en los niños, cuando se les puede cantar canciones de cuna para que duerman bien y rindan en el colegio al día siguiente? Tal han de hacer los padres abnegados y dignos. ¿Para qué producir descalabros en la economía y en las relaciones humanas que no van a conducir a una sociedad más productiva y coherente?
Por lo que se ve en Venezuela y en otros países con gobiernos revolucionarios, la pobre población entusiasmada ante la posibilidad de un milagro revolucionario termina, como quien dice, sin el chivo y sin mecate.
Las magníficas misiones que entraron barrio adentro y nos ilusionaron con la posibilidad de procurar servicios médicos básicos a nuestra necesitada población han fracasado en su gran mayoría, salvo una que otra que exhibimos para incautos compradores de revoluciones. Me dicen que hay más de 1.800 médicos cubanos que han huido de su empleo revolucionario. Algunos de esos traidores oportunistas están ya probando suerte en Miami y Santo Domingo, donde las cosas funcionan mejor que barrio adentro.
Lo triste es que, por ser revolucionarios, hemos destruido la poca capacidad de prestar servicios médicos básicos a través del Ministerio de Sanidad y los seguros sociales. Las vacunaciones, los tratamientos contra la disentería y la deshidratación de los niños, la asistencia básica que, aplicada a tiempo, salva vidas, han desaparecido; y es que la famosa revolución ha truncado la evolución y funcionamiento de las instituciones que teníamos antes. Serían malas o mediocres, pero existían y, mal que bien, funcionaban. Por lo menos no nos las teníamos que ver con la pestes bubónica, y habíamos erradicado el paludismo y la polio.
Hoy, los venezolanos somos vulnerables a cualquier plaga o epidemia conocida, porque no tenemos ni mercurocromo. La escasez de medicinas y médicos locales es de tal magnitud que no hay prevención ni tratamiento ni para pobres ni para ricos.
A mí que me den evoluciones y no revoluciones. Las revoluciones se las regalamos a los franceses, que han hecho un mito de ellas. Ahora bien, con el mito se han quedado. Vivieron una hace doscientos años, ¡y más nunca! Cantan ahora La Marsellesa, pero su revolución acabó con más gente que las pestes medievales y les trajo las guerras napoleónicas, que convirtieron a un soldado competente y audaz en un emperador insoportable, que terminó vencido y desterrado en Santa Helena.
Hubiera sido mejor que Napoleón, el guerrero, se hubiera limitado a escribir el Código Civil. Pero nadie es perfecto. Por eso es que son siempre mejores las evoluciones paulatinas que las revoluciones altaneras, confusas y destructivas.
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