Las cosas empezaron a torcerse en nuestro país en el momento en que se comprobó que la divisa acuñada por el gobierno de José María Aznar —“España va bien”— iba en serio. Semejante afrenta no podía ser aceptada por la Oposición No Gubernamental, la cual vio en ella la traza de una arrogante provocación que sólo podía frenarse con una dura réplica que rebajara el optimismo monclovita, y que pronto adoptaría perfiles muy aventurados: a partir de entonces todo debería ir mal, porque el problema son España y el PP, con cuya presencia es imposible que las cosas vayan a mejor… Es necesario, por tanto, que todo cambie para que nada siga igual. Lo grave del asunto no es la simple apuesta por el cambio y la alternancia en la gobernanza, algo normal y hasta esencial en democracia, sino que estos objetivos comporten de hecho la exclusión política y aun la desaparición física del adversario, convertido así en enemigo mortal.
He aquí, a mi parecer, la primera gran singularidad de este período transcurrido: la euskadización paulatina de la vida española. Me refiero a la instauración general del “conflicto político”, a la amplificación del deterioro de la convivencia ciudadana que tiende a la fractura social interna y, como en un exorcismo fatuo y fáustico, a la colisión con el Estado bajo la cortina de humo de, en apariencia, inocentes planes de reforma estatutaria y constitucional. Todo ello a través de la expresión de una confrontación sin vuelta atrás, es decir, de una “política de desgaste” del Estado, a todo o nada. Más de uno ya nos temíamos hace tiempo que a este asalto al Poder se apuntaría, tarde o temprano, el PSOE, extendiéndolo por doquier: hoy esos oscuros presagios se confirman. Parece como si, para los nostálgicos antifranquistas de la revolución pendiente, ahora tocara perpetrar la Ruptura que no se hizo durante la Transición. En el guión del “cambio” que escriben en líneas torcidas, ahora toca sacrificar la Constitución como única vía para desalojar a la derecha de las instituciones y botarla al país de Nunca Jamás: “PP, Nunca Mais”.
Además de la citada circunstancia, encontramos una segunda, que imprime un toque trágicamente burlesco al apogeo de esta violencia en la política (pues no toda la violencia se limita al terrorismo). Se trata de que lo extraordinario se tome como ordinario y la desmesura se revista de un aire de naturalidad, cuando no de cordialidad y ternura. Es en este contexto en el que cobra significado el lenguaje faltón, teatral y afectado que domina la escena política española: una lengua bífida que se dosifica, según la ocasión, en verbo rabioso, o adjetivo insultante, y en cursi tonillo de tonadillera, o número de revista, trufado de mensajes indirectos y frases con segunda intención. ¡Asómbrense los cándidos! La izquierda política carece de mano izquierda, y, privada de responsabilidad, moderación y compromiso, ha convertido el discurso político en chascarrillo, en ocurrencia sin ingenio, en regate dialéctico que quiere pasar por chilindrina, en mala fe plateada de gauchada; una cantinela, en suma, entonada y áspera, como sólo podría salir de una sugestión bañada por el mar de la utopía y macerada por la osadía etílica.
Que todo cambie, pues. Sea, pero, díganme al menos un motivo razonable para acometer tan fenomenal mudanza. Respuesta: porque España es antipática, porque el Pisuerga pasa por Valladolid y el Ebro desemboca en Tarragona, porque las Vascongadas no se sienten a gusto con tantos españoles en su terruño, porque Cataluña, encontrándose también muy infeliz y muy incómoda, puede malhumorarse y montar un drama, si no se hace lo que ella quiera, como si una Autonomía, también llamada Territorio, fuese alguien… y hablara. Ahora bien, lo que en verdad hace insoportable la existencia hispánica es el mal talante del Gobierno, sus malos modos, el ceño fruncido de Aznar, su seriedad castellana, sus maneras desabridas, los trajes entallados de Zaplana o el doble bolsillo de la americana de Rato. El PP ha llevado al país a un superávit económico, pero también a algo mucho peor: a un déficit de simpatía. Y hay que elegir. Optar, en fin, entre el bigote facha e inhibido de Aznar o el mostacho generoso y solidario de Maragall-Rovira. Es preciso que esto cambie radicalmente, y si no, los que están incómodos porque en realidad buscan su particular acomodo, se enfadan. Los simpáticos rompedores dicen que van a poner todo patas arriba, aunque, eso sí, dentro de un orden y desde el diálogo. Como en Euskadi…
¿Qué será de España? España mañana será republicana y, sobre todo, tendrá que entender la realidad catalana y aprender catalán, pues de lo contrario no entenderá el lenguaje en clave de la alta política en el inmediato mosaico plural. La penúltima ocurrencia de producción propia se escucha con la voz inconfundible, resalada y resacosa, del Honorable Maragall. Entre hipos y gritos de “Visca Catalunya Lluire”, asegura que “no romperemos nada, pero tiraremos de la cuerda”. ¿Qué ha querido decir? ¿A quién lanza la amenaza personaje tan gentil y ufano? Les sugiero que, para irse acostumbrando, prueben a interpretarla en clave catalana, conjugándola con estos versos de L´estaca (La estaca) de Lluís Llach. Se los brindo ahora en versión original con subtítulos en español. Pero no se hagan ilusiones que esto se acaba pronto.
“Si estirem tots, ella caurà/i molt de temps no pot durar, /segur que tomba, tomba, tomba/ ben corcada deu ser ja. / Si jo l'estiro fort per aquí /si tu l'estires fort per allà, / segur que tomba, tomba, tomba,/ i ens podrem alliberar”.
(Si estiramos todos, ella caerá/ ya mucho tiempo no puede durar, seguro que cae, cae, cae, / bastante carcomida debe estar ya. / Si yo la estiro fuerte por aquí, /y tú la estiras fuerte por allá, /seguro que cae, cae, cae, / y nos podremos liberar).
¿Recuerdan? ¿Adivinan a quién apunta hoy esa “ella”?