Están las elecciones, claro está. El terrorismo islámico ha chequeado la capacidad de resistencia de un país europeo y su capacidad de influir en los resultados electorales. Es posible que el resultado haya ido más allá de todas sus expectativas. Gracias a la dificultad del Gobierno español para articular una argumentación convincente sobre la Guerra de Irak y gracias el ejercicio de manipulación realizado desde la izquierda y el grupo PRISA, los terroristas islámicos deben de estar ahora convencidos de que son los dueños de una Europa que ha decidido rendirse ante el totalitarismo islámico y en vez de plantarle cara, intentar apaciguarlo con gestos de rendición como el que Zapatero anunció nada más ganar las elecciones: retirar las tropas españolas de Irak.
Escoger España como blanco demuestra un excelente conocimiento de los resortes morales que mueven la sociedad española. La respuesta de los españoles ante el terrorismo y el totalitarismo nacionalista no ha sido alentadora en estos últimos veinticinco años. La opinión pública española ha desaprobado con fuerza el terrorismo, pero no lo ha vinculado al totalitarismo nacionalista, ni se ha enfrentado a él, ni se ha sentido verdaderamente solidaria con las víctimas. El asesinato de Miguel Ángel Blanco en 1998 marcó un giro en esta situación. Pero el totalitarismo nacionalista no podía aceptar lo que era el primer paso hacia su derrota y la izquierda no resistió la tentación de dejar la puerta abierta a un posible entendimiento con él. El resultado es que el Pacto Antiterrorista se ha limitado a los aspectos policiales y mediáticos, sin traducirse en un auténtico pacto de Estado acerca de la defensa de la Constitución frente al totalitarismo nacionalista, que era su auténtica vocación.
Como resultado de estos hechos, uno de los principales argumentos del PP en estas elecciones —el de que estaba en juego el modelo de Estado y la pervivencia de la Constitución de 1978— no ha llegado a los españoles. Muchos incluso estaban convencidos de que era un argumento interesado y mal intencionado. Al fracaso en la argumentación acerca del apoyo español a la Guerra de Irak, se ha sumado el fracaso a la hora de transmitir con claridad el mensaje de que estábamos ante la amenaza real de un cambio de régimen.
En estas condiciones, las consecuencias de un atentado como el del 11 M eran obligadamente devastadoras para el PP. La misma lógica que ha llevado a la sociedad española a volver la mirada ante ETA y el totalitarismo nacionalista durante años llevaba a mirar hacia otro lado ante el terrorismo islámico y el totalitarismo fundamentalista. Peor aún, el terrorismo islámico reforzaba la causa del totalitarismo nacionalista y abre un nuevo espacio para el terrorismo etarra, que parecía, efectivamente, acorralado en estos últimos tiempos.
Así que las consecuencias del atentado, en cuanto a la nueva posición en que ha quedado ETA y la sofisticación del análisis, que exige un excelente conocimiento de la política y de la moral de la sociedad española, sugieren una más que probable colaboración de ETA con los terroristas islámicos. Un excelente artículo de Amir Taheri en The Wall Street Journal Europe (“Aliados en el terror”, 18-03-04) enumera los múltiples lazos que han vinculado a los dos terrorismos, desde 1970, cuando ETA contactó con el Frente Popular de Liberación de Palestina hasta la actualidad. Por otra parte, en el terreno ideológico, los fundamentalistas islámicos y los totalitarios nacionalistas tienen muchas cosas en común: el fanatismo, el cultivo sistemático del odio, la xenofobia, el antiamericanismo y… el odio a España. Hoy los manuales de historia de muchos países islámicos —los mismos que se enseñarán aquí si el Gobierno del PSOE aplica los acuerdos que firmó en su tiempo con los “representantes” de la “comunidad musulmana”— preconizan la reconquista de Al Andalus.
Tal vez sea este el único punto que permite alumbrar un cierto grado de luz en un escenario tan grave. Sin duda la opinión pública europea, como le ha venido ocurriendo a la española con ETA y el totalitarismo nacionalista, no acaba de relacionar el terrorismo islámico con el fundamentalismo islamista. Más aún, hay muchas personas, muchas instituciones y mucho dinero, público y privado, dedicados a evitar que la opinión pública europea establezca esa relación. La capacidad para pasar desapercibidos que han demostrado los autores de la matanza del 11 M indica hasta qué punto ha llegado la ceguera.
Pero a pesar del daño que esa negativa está causando, y causará, no existen en los países europeos, por lo menos no en los de la UE, fenómenos como los totalitarismos nacionalistas y su secuela terrorista que padecemos en España. En esas condiciones, las sociedades europeas, por muy degradadas moralmente que estén —como sin duda lo están— tienen elementos de resistencia que en España no tenemos. Los partidos políticos no podrán dedicarse a la manipulación y a la mentira con la impunidad con la que lo ha hecho en España la izquierda, ni los ciudadanos trasladarán el miedo —comprensible— al sentido de su voto, tal como ha ocurrido aquí. También son democracias más experimentadas, con clases medias ricas desde hace mucho tiempo —y por tanto con más confianza en sí mismas—, y más acostumbradas a intervenir en el exterior. Es de las pocas esperanzas que nos quedan: que nuestros vecinos europeos no se porten con el mismo atolondramiento con que lo ha hecho el electorado español.