Una atractiva señora, Nuria Garcés, de unos cuarenta años, psicóloga, profesora, casada y razonablemente enamorada de su marido, un coronel cubano de Tropas Especiales, Arturo Gómez, con el que lleva más de dos décadas de convivencia, viaja a Roma por una semana para dar una conferencia y allí inesperadamente surge un romance con un viejo lingüista italiano, Valerio Martinelli, quien estudia las huellas del lenguaje erótico en el cerebro.
El objetivo de Nuria cuando voló a Italia no era entablar una relación extramatrimonial con nadie, pues ni siquiera estaba particularmente insatisfecha con su esposo, pero ocurrió. El coronel, que está peleando en África, se entera del affaire de su mujer porque los servicios secretos cubanos se lo cuentan con lujo de detalles. Le entregan todas las pruebas de la infidelidad en un sobre amarillo, incluidas unas tórridas cartas escritas por el amante. Como es la costumbre de esa curiosa tribu machista, exigen al militar que se divorcie o abandone las Fuerzas Armadas y el Partido Comunista. En Cuba no es posible que un dirigente de la revolución, si es varón, acepte o perdone las traiciones de su cónyuge. En ello se juega el honor de la revolución, virtud aparentemente alojada en los genitales femeninos.
Hasta aquí la anécdota. No cuento el final de la novela porque intento sorprender al lector. La historia, en suma, se puede relatar en un minuto. Pero la anécdota oculta que el gran tema del libro, en realidad, no es el adulterio, sino la libertad. En este caso, la libertad afectiva, controlada y reprimida por un Estado que se adueña del corazón de los ciudadanos, y de su entrepierna, y decide a quiénes y cómo deben amar las mujeres, especialmente las que están vinculadas a los dirigentes y, de paso, establece el carácter abominable de cualquier comportamiento que vulnere el voto de exclusividad sexual que las mujeres de los dirigentes (no los hombres) deben suscribir obligatoriamente.
Sin la menor compasión, y sin vestigios de respeto por la intimidad de las personas, los grandes verdugos de esta mutilación de la libertad son los servicios secretos, dedicados a vigilar el comportamiento de las mujeres, consagrándose luego a la brutal manipulación de los sentimientos de los maridos, quienes se ven conminados a elegir entre la revolución y las mujeres a las que aman, sin conceder a éstas la menor oportunidad para que intenten entender las necesidades psicológicas y emocionales que tuvieron sus compañeras para abandonar, acaso provisionalmente, la fidelidad que les debían.
Erotismo
La novela, según han señalado los críticos, está cargada de erotismo. Es verdad. Así me propuse escribirla. Para explicar la atmósfera en que ocurrió el adulterio era importante que el lector percibiera la carga de sensualidad que vivieron los amantes. No quería que la narración fuera una pura especulación intelectual, sino que apelara a los sentidos de quien recibiera la historia. No es, pues, una novela erótica, pero sí es una novela cargada de erotismo, con un intenso toque de thriller, lo que, a mi juicio, acaso aumenta su eficacia comunicativa y permite debatir, sin forzarlo, uno de los asuntos más importantes que contiene: hasta qué punto el Estado tiene derecho a adueñarse del corazón (y de los genitales) de las personas.
En todo caso, uno de los nudos de tensión que recorren la historia de Occidente, esa vasta civilización a la que pertenecemos, es el erotismo. Nuestros abuelos griegos le dieron una enorme importancia, como se refleja en esa curiosa teología poblada de dioses promiscuos y divertidos de donde procede, precisamente, Eros, el dios del amor, hijo nada menos que de Afrodita y protagonista de una turbulenta pasión en la que, como es frecuente, hay traiciones e infidelidades de todo género.
Los romanos, que tomaron casi todo de los griegos, incluidos los dioses, a los que domesticaron nombrándolos a su manera (Eros se convirtió en Cupido, Afrodita en Venus y así hasta prácticamente duplicar el panteón), abandonaron el culto pagano por el erotismo cuando, a partir del siglo IV, adoptaron la sombría visión de las relaciones de pareja propuesta por la tradición judeocristiana y convirtieron la castidad en una virtud y a la mujer en una tentación demoniaca de la que era preferible escapar para encontrar la salvación eterna. A Dios, no se sabe exactamente por qué, le mortificaba que los seres humanos gozaran de los placeres carnales y, en cambio, le regocijaba que se abstuvieran de disfrutar de ellos, expectativa divina, por cierto, que sólo afectaba a la especie Homo sapiens. Las demás criaturas estaban exentas de esas extrañas limitaciones.
Literatura
No obstante, esas prohibiciones han generado y potenciado una valiosa literatura centrada en la descripción de las caricias eróticas y de las transgresiones que ha merecido el fervor (casi siempre secreto) de todas las sociedades. Así, la gran literatura medieval española tiene en el siglo XIV su mejor expresión en el Libro de buen amor, escrito por Juan Ruiz, arcipreste de Hita; y a fines del siguiente, exactamente en 1499, con La Celestina de Fernando de Rojas inaugura gloriosamente el Renacimiento.
¿Por qué el recurrente éxito de la literatura que cuenta con elementos extraídos del erotismo? No es posible en un breve texto periodístico analizar con profundidad este fenómeno, pero todas las expresiones comunicativas (no sólo las literarias) se construyen para tener un efecto emocional. Cuando alguien llega a una reunión de amigos y dice: "No saben lo que acabo de descubrir" y cuenta una historia escabrosa o divertida, lo hace para preocuparlos o entretenerlos. Busca un impacto emocional en el interlocutor.
Contamos historias para hacer llorar, para alegrar al lector y conseguir que se ría, para que se espante de miedo, para que se llene de cólera o de compasión, para que medite, para que el patriotismo lo conmueva. A veces, como en el caso de la literatura erótica, o que contiene ciertos pasajes eróticos, lo hacemos para que se excite y experimente las mismas sensaciones que los personajes de ficción.
El marqués de Sade con su Justine –que le valió ser acusado de "demencia erótica"–, D. H. Lawrence con El amante de Lady Chatterely, Anaïs Nin con sus Diarios biográficos, Vladimir Navokov con su Lolita y así hasta Mario Vargas Llosa con su Travesuras de la niña mala, cientos de muy notables autores han escrito valiosas ficciones de maneras muy explícitas con el objeto de explorar la sexualidad humana y estimular la libido de los lectores como parte de un difícil ejercicio literario.
Política
Generalmente, esas transgresiones, convertidas en creaciones literarias, han tenido un altísimo costo para los escritores. El marqués de Sade cumplió 27 años de reclusión por cultivar las fantasías sexuales y mezclarlas con la literatura y la realidad. El Índice de Libros prohibidos por el Vaticano estuvo vigente hasta 1966. En la última lista figuraban 4.000 títulos, y ahí comparecían y eran rechazados autores como Víctor Hugo, Balzac, Anatole France, Émile Zola, Jean-Paul Sartre... y hasta un libro picaresco y delicioso como El Lazarillo de Tormes.
En realidad, nunca han faltado los censores. Unas veces los perseguidores han sido los gobiernos, monárquicos o republicanos, o las tiranías, generalmente pacatas e hipócritas; otras, la Santa Inquisición o las organizaciones laicas de la sociedad civil dedicadas a preservar las buenas costumbres.
El italiano Benedetto Croce –ese pilar del pensamiento liberal– explicó la aventura de la civilización como la lucha constante y creciente por la libertad, y es posible inscribir en esa batalla infinita el permanente combate de escritores y artistas por expresar libremente todo lo concerniente a la sexualidad y al erotismo.
Tal vez ello forma parte de la lucha por conquistar la soberanía sobre el propio cuerpo. Quienes defienden el derecho a una muerte digna, libremente escogida por las personas decididas a morir, plantean algo difícilmente rebatible: vivir es un derecho individual, no una imposición social de obligatorio cumplimiento. Lo mismo puede decirse de las mujeres que plantean que son ellas, como individuos, y no la colectividad, quienes pueden y deben decidir si llevan o no en su vientre durante nueve meses el feto concebido. De la misma manera que no es el grupo sino cada individuo quien puede definir cuáles son las preferencias sexuales de cada cual y cómo y con quién disfrutar de los placeres íntimos.
En ese sentido, resulta conmovedora la reflexión del excampeón mundial de boxeo Emile Griffith, notoriamente bisexual, quien mató a golpes en el ring a Benny Kid Paret, un gran boxeador cubano, cuando expresó que le resultaba paradójico que muchos lo admiraran por haber asesinado a un hombre sobre un ring mientras lo despreciaban por amar a otro hombre sobre un lecho.
Tal vez una de las grandes conquistas políticas del siglo XX y lo que va del siglo XXI sea la significativa limitación de la capacidad del Estado para interferir en las decisiones éticas y estéticas de los individuos. De alguna manera, escritores y lectores son los dos factores únicos de un acuerdo tácito entre individuos libres que no desean ni requieren la mediación de terceros.
Probablemente el escritor austriaco Felix Salten, de haber nacido varias décadas más tarde, y de gozar de la libertad de que hoy disponemos –al menos en ciertas culturas–, hoy sería reconocido y acaso admirado como el autor de Josephine Mutzenbacher (1906), una escabrosa novela erótica, y no como quien, muchos años más tarde, redactó la dulce historia de Bambi (1939), el cervatillo huérfano que Walt Disney inmortalizó en una cinta animada.
Entre aquella novela oculta y censurada y nuestros días, la libertad creativa ha dado un paso enorme. Escritores y lectores, al despojarse de la censura del Estado y del peso agobiante de la sociedad, han conseguido comunicarse con menos hipocresía, estableciendo un diálogo entre individuos. Eso es magnífico.
Pinche aquí para ver la presentación dramatizada de LA MUJER DEL CORONEL en la Feria del Libro de Miami.