Hace ya casi medio siglo, siendo yo estudiante en Texas de América, tuve la ocurrencia de dejarme la barba. Fui a una fiesta con otros amigos, y al llegar a la casa, la anfitriona me tomó de la mano, me llevó a un cuarto aparte y, mirándome a los ojos, me preguntó que si yo era judío.
- La verdad es que no sé qué decirle –contesté–. Yo soy católico y toda mi familia es católica, pero como soy español, lo más probable es que corra por mis venas más de una gota de sangre judía.
- ¿Y a usted eso no le importa?
- Ni me importa ni me deja de importar. Es un hecho probable, del que no me siento ni orgulloso ni avergonzado.
Por entonces supe además que en Ámsterdam vivían unos Duque, judíos, probablemente oriundos de Portugal, pero la verdad es que nunca me preocupé ni me pienso preocupar de investigar mi presunta “impureza” de sangre.
Otra cosa sería si me dedicara al hispanismo y militara en la secta que fundó don Américo Castro. Los adeptos de esta secta que, como buenos sectarios, tienen todos olfato y modales de inquisidores, lo primero que hacen cuando se acercan a un autor clásico cualquiera, es levantarle la tapa del puchero para catarle la pringá. Haya lo que haya, al pobre autor no lo salva ya de la tacha de marrano ni la paz ni la caridad. Si no hay cerdo en la olla, la cosa está clara: el sujeto judaíza. Si lo hay, razón de más para tener por seguro que el sujeto es más judío que el templo de Salomón, pues de lo contrario no disimularía de ese modo. Lo único bueno de estos modernos inquisidores es que, a diferencia de los antiguos, no llevan al reo a las mazmorras del Santo Oficio, sino a los altares laicos de la “España peregrina”. Durante bastante tiempo no hubo más España que la de la diáspora. El que se quedó, no se quedó, y si se quedó, hizo como que se quedaba, pero en realidad se retiraba a un “exilio interior”. Así se escribe la historia por besugos que de vez en cuando se lamentan de “la historia que nos han enseñado”.
Desiderio Erasmo ha sido también víctima a veces de inquisiciones semejantes, no ciertamente en lo que se refiere al judaísmo, sino en la cuestión más moderna de la Reforma. No faltó en su día quien trabajó lo indecible por lograr la condena de Erasmo por lo mismo por lo que muchos hoy en día pretenderían reivindicarlo, y Erasmo no sólo fue hábil en sus críticas, sino claro y explícito en sus actitudes, y supo contar con altos valedores que frustraron por completo las insidias de sus detractores. Pontífices como León X Médicis, grandes cardenales como Cisneros y Fonseca, inquisidores generales como el arzobispo de Sevilla don Alonso Manrique, salieron en su defensa frente a atacantes entre los que descolló el humanista extremeño Diego López de Stúñiga. A Stúñiga podían estas autoridades acallarlo, pero no así a Lutero, que llamó a Erasmo “ateo, epicúreo, blasfemo y escéptico en materia de fe”. No podía por otra parte Erasmo ser muy amigo de los señores que decapitaron a su amigo Tomás Moro, entre cuyo humanismo cristiano, o helenismo cristiano por así decir, y el de Vives sitúa definitivamente a Erasmo don Marcelino Menéndez Pelayo en un texto póstumo exhumado por don Pedro Sainz Rodríguez.
Poco es lo que cabe añadir a lo dicho sobre Erasmo por los antedichos, a los que hay que sumar los nombres preclaros de Bataillon y Eugenio Asensio, sin olvidar al P. Aguirre, autor en 1969 del –don Pedro dixit– “agudo y clarividente” artículo Erasmo como pretexto.
A tanta ciencia, yo sólo querría aportar una humilde conjetura. En Roma, según se entra por la puerta del Pópulo, como entró Cervantes, queda a mano izquierda la iglesia de Santa María, donde Cervantes oró y por tanto hizo orar a uno de los personajes del Persiles. A mano derecha está el convento de los Agustinos, donde Lutero pasó una temporada hacia 1511, tomando nota con escándalo del espectáculo de liviandad y corrupción de la Corte pontificia. El actual edificio no es el original, destruido en 1527 precisamente por las tropas protestantes del emperador Carlos. En 1492, el 25 de abril, Erasmo se ordenó sacerdote en otro convento de agustinos, el de Sion, de Delft, donde había estudiado, y fueron tan malos los recuerdos que esos años pasados entre los agustinos dejaron en él que, por muchas coincidencias que tuviera con el movimiento reformista, no tenía más remedio que mirar con desconfianza algo que se les había ocurrido a unos frailes a los que, según él, no era posible que se les ocurriera nada bueno. De ahí que, en medio de todas sus críticas, viviera y muriera en el seno de la Iglesia Católica y defendiera siempre el libre albedrío frente al determinismo de los del libre examen.