La afición de las izquierdas por remover cadáveres y utilizarlos como armas arrojadizas tiene larga tradición. Desde finales del siglo XIX, cada vez que realizaban alguna acción violenta o atentado mortífero contra la vida y la convivencia de los demás, se las arreglaban para montar ingentes campañas de denuncia por la represión sufrida, en las que la mentira y la exageración han jugado siempre un papel clave. Durante la república, esa conducta fue el pan de cada día, pero después de la insurrección de octubre de 1934 adquirió un nivel realmente espectacular, y de unas consecuencias históricas decisivas que he examinado en El derrumbe de la II República.
Tal afición siniestra tiene su evidente racionalidad: es efectiva. Los relatos de muertes y torturas siempre conmueven y, si se insiste en ellas con suficiente terquedad y algarabía, hacen olvidar a la gente el origen y la realidad de los sucesos. La campaña sobre la represión de Asturias en 1934 permitió a las izquierdas, sublevadas contra un gobierno democrático y promotoras de la guerra civil, como consta en sus textos, pasar de acusadas a acusadoras, de la defensiva al ataque. Tuvo un enorme eco internacional, y dentro de España acabó de destruir el clima de convivencia nacional como no lo habían logrado todos los desmanes y las crisis anteriores. La campaña soldó una solidaridad izquierdista un tanto ficticia y plagada de quiebras internas, pero suficiente para permitir la victoria del Frente Popular en febrero de 1936. Una vez en el poder y alcanzados sus objetivos, los autores de la campaña evitaron cualquier debate parlamentario de los sucesos. No les interesaba una investigación que sólo podía poner de relieve la colosal impostura.
La experiencia debe servir de recordatorio para quienes prefieren la pasividad ante tales cosas, consolándose con el dicho de que la verdad termina abriéndose paso. No siempre sucede tal cosa, y a menudo cuando la verdad empieza a imponerse en la mente de la mayoría, es ya demasiado tarde para evitar el desastre.
Dentro de esa vieja tradición, andan ahora por ahí una serie de gentes dedicadas a desenterrar cadáveres de la guerra civil, agrupadas en la asociación “Recuperar la memoria histórica”, respaldada por partidos y políticos de la izquierda, y también de la derecha, y extraordinariamente jaleada en la prensa y demás medios de comunicación. Resulta natural que muchos deudos de los muertos quieran recuperar los restos, pero eso es sólo el pretexto, la coartada humanitaria explotada sin escrúpulos para impulsar un cínica campaña política dedicada a resucitar los rencores y a inculcar en los jóvenes una visión falsa y venenosa del pasado. Que lo hagan en nombre de la reconciliación, es el colmo del cinismo. Admito que estas cosas me indignan sobremanera, pues cuentos así influyeron en mi juventud para llevarme a actos supuestamente justicieros.
Para que estos agitadores de cadáveres tuvieran algo de reconciliadores, deberían decir algo parecido a esto: “Vamos a desenterrar los restos de personas que cayeron en una contienda fratricida, en que ambos bandos cometieron atrocidades a causa de un clima de odios que no debemos permitir que se repita”. Incluso, si tuvieran un plus de honestidad, conveniente aunque ya no exigible, podrían añadir: “Aquel clima de odios fue creado deliberadamente por políticos y partidos mediante exageraciones e invenciones sobre la represión de un movimiento totalitario en octubre del 34, especialmente en Asturias”. Esto ya no es exigible, repito, aunque completaría la verdad; pero lo primero, sí.
Sin embargo, nada está más lejos de la intención de esos individuos, y nada los desenmascara mejor que sus argumentos: “Durante cuarenta años sólo fueron honrados los muertos de una de las partes, así que la justicia histórica exige que ahora honremos a los de la otra que, además, representaban la libertad y la democracia”. Es decir, se trata de una revancha, por lo demás basada en afirmaciones falsas casi en cada palabra. Dentro del franquismo hubo intentos, si bien tibios, de reconciliación, jamás existentes, salvo retóricamente, en las izquierdas, que aún hoy siguen en las mismas. Por los años 60 ya casi nadie hablaba de los muertos, salvo algunas alusiones lejanas o formulistas. La guerra parecía superada en la muy mayoritaria mentalidad popular.
Pero ya antes de la transición comenzaron las izquierdas a remover los osarios con una turbia propaganda, y desde entonces acá no han parado un momento. En un interesante artículo en la revista Claves de razón práctica, Santos Juliá (¡quién lo diría!) desenmascara este tipo de manejos y señala cómo en los últimos veinticinco años, por lo menos, la bibliografía, los artículos, las intervenciones en los medios, etc, acerca del exilio, de la represión —la efectuada por las derechas casi siempre, con olvido de la otra—, etc, alcanzan un volumen enorme. Ahora se emprende una nueva campaña, y, para darle mayor efectividad, la justifican con el embuste de que antes no se había hecho nada al respecto. Llevamos veinticinco años empapados de estas cosas, pero a muchos les parece insuficiente. ¿Y la absoluta falsificación de que el Frente Popular representaba la democracia y la libertad? Fueron sus partidos, totalitarios los principales de ellos, los grandes destructores de la convivencia en la república.
Esas falsificaciones permiten a quienes se sienten herederos de aquella izquierda pasar de acusados a acusadores. Lo ideal es que nadie pretendiera hoy día erigirse en juez del pasado, pero ya que estos señores lo hacen, debieran ser advertidos, con toda la energía posible, de que si alguien debiera sentarse en el banquillo son ellos. El otro día, en un programa de la COPE en torno a la inaudita declaración del Parlamento navarro sobre la represión franquista, fue entrevistado uno de los promotores de aquella basura, que habló de reconciliación y la necesidad de recordar las fechorías de la derecha y de, al menos, parte de la Iglesia. La desfachatez del sujeto, un dirigente de Izquierda Unida, es decir, del Partido Comunista o ligado a él, un partido totalitario antes y ahora, y autor de innumerables matanzas allí donde tuvo algún poder, era asombrosa, y no menos asombroso que nadie le pusiera en su lugar recordándole a quiénes representaba.
La campaña de los muertos forma parte de un intento de revisar la transición para volver a algo parecido a aquella república demencial, vertebrada —es un decir— por una Constitución impuesta por aplastante rodillo y sin la menor concesión a los sentimientos e intereses de la mitad de los españoles, Constitución que terminó asaltada y arruinada por los mismos que la habían elaborado. El conocimiento de la historia debiera servir para algo, y por ahora eso no parece ocurrir.
¿Cómo es posible, por ejemplo, que la derecha acepte tales estafas en las Cortes o en el Parlamento navarro o el catalán? ¿Han perdido todo el sentido de la historia y de la realidad actual? Las izquierdas ejercen sobre el PP el mismo chantaje que sobre la CEDA en la república. Entonces acusaban sin tregua a la derecha de fascista, y ahora de franquista, y siempre, de reaccionaria. Palabras vacuas pero que asustan a muchos espíritus timoratos o acomodaticios. Cambó hacía una buena descripción de Romanones: “Tenía más valor del que se le supone. Lo perdía totalmente, sin embargo, cuando lo tildaban de reaccionario. Entonces no podía resistir. Con tal de evitar ese dicterio, se convertía en un cobarde y cometía toda suerte de claudicaciones”. Lo mismo puede decirse de Alcalá-Zamora, a quien la vanidad de parecer “progresista” le convirtió en uno de los principales responsables de la guerra.
Muchos en las derechas esperan evitar el látigo de las izquierdas cediéndoles posiciones intelectuales y el juicio del pasado, y por no parecer “franquistas” llegan hasta a cagarse en las tumbas de sus propios padres. De nada les valdrá. Cuanto más claudiquen más silbará el látigo en torno a ellos. También en explotar esas flaquezas tienen las izquierdas larga tradición y experiencia.
DIGRESIONES HISTÓRICAS
Envenenamiento de la memoria histórica
Ya antes de la transición comenzaron las izquierdas a remover los osarios con una turbia propaganda, y desde entonces acá no han parado un momento. Esas falsificaciones permiten a quienes se sienten herederos de aquella izquierda pasar de acusados a acusadores.
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