Decía Borges que el peronismo representa “la expresión política de las heces de la sociedad argentina”. Y a tenor de la catadura moral de los Perón, Evita, Isabelita, López Rega, montoneros, antimontoneros, Herminio Iglesias, Rodríguez Saá, menemistas, antimenemistas y el resto de toda esa tropa, uno tiende a pensar que puede que el maestro perdiera la vista pero que su olfato no falló jamás. De todos modos, ni él en el más fantástico de sus cuentos llegó a jugar con la pesadilla de que, con la nación al borde del abismo, la mayoría de los votantes decidiera dar un paso al frente, y rifar la Presidencia entre las dos caras de esa misma vieja moneda falsa llamada Partido Justicialista. Pero, en Argentina, la realidad siempre supera al arte, y precisamente eso es lo que acaba de ocurrir.
Porque el desastre argentino empezó a incubarse hace mucho tiempo, en 1946. En ese año, un coronel Perón muy joven, muy macho, muy impresionado por el fascismo de Mussolini, y muy poco consciente de sus propias limitaciones, empezó a gestar en su mente la fantasía de la Argentina-potencia con la que conseguiría emborrachar las conciencias de sus compatriotas durante el resto del siglo. Pero sólo era una fantasía. Argentina no era una potencia, y no lo sería nunca. Siendo un país muy poco poblado, en algún momento llego a ser el sexto del mundo en cuanto a renta per cápita, gracias a la agricultura y la ganadería. Pero la agricultura y la ganadería, ni en Argentina ni en ninguna parte, no podrían ser la base de una economía moderna. Esa labor corresponde a la industria. Y Perón la destruyó. Seguramente, para varias generaciones.
Desde aquel 1946, más de la mitad de los porteños sigue considerando que una mañana hermosa y soleada es un día peronista. Es la enfermiza nostalgia por aquellos tiempos en los que más de la mitad del país se puso del lado de aquella pareja en su lucha contra la razón y el sentido común; la añoranza por las jornadas luminosas en las que los salarios se doblaban por decreto de Perón, y la productividad se reducía a la mitad por voluntad de la CGT; la nostalgia por los primeros de mayo con los descamisados gritando a coro Ladrón o no ladrón, queremos a Perón; es la melancolía por el suicidio diferido de la nación.
Mucho después, a principios de los noventa, con Menem el peso fuerte fue otra fantasía que sirvió para que el país siguiera viviendo de espaldas a su propia realidad durante los siguientes diez años. Antes de su implantación, los argentinos eran los consumidores más veloces del mundo; si uno se entretenía tomando un café en una gran superficie comercial, corría el riesgo de que el importe de sus compras se hubiese doblado en el momento de pasar por la caja registradora; baste decir que la inflación en 1989 alcanzó un nivel del cinco mil por ciento. A esa situación se había llegado como una consecuencia perfectamente previsible de un encadenamiento de irresponsabilidades colectivas. Pagar impuestos no era considerado de buen tono por todos aquellos que podían escabullirse de hacerlo. Y eran muchos. El crónico populismo que es una constante en los dirigentes del país exigía un gasto público descontrolado, sin que nadie se atreviera a levantar una palabra en contra. Mientras, un sector industrial protegido entre algodones arancelarios de los fríos vientos de la competencia internacional iba agrietando cada vez más la balanza comercial del país con el resto del mundo. Y esa grieta había que taparla con dólares prestados, dólares que algún día habría que devolver con intereses. Si a eso añadimos unos sindicatos liderados por lo mejor de cada casa, dispuestos a convocar una huelga general cada media hora, no cuesta imaginar la solución que se les podría ocurrir a unos políticos sin talla para trampear la situación: darle vueltas y más vueltas a la manivela de la máquina de hacer pesos.
La paridad acabó con la hiperinflación, pero calmar la fiebre de un enfermo crónico con una aspirina no es curarlo. El peso fuerte sirvió para que los argentinos fueran conocidos durante un tiempo en las tiendas de Nueva York como los póngame dos, y para poca cosa más. Porque la cirugía urgente que necesitaba el moribundo se limitó a unas privatizaciones cuyos pagos sólo sirvieron para aumentar la liquidez de los bancos de Miami. Después, la devaluación del real brasileño, el principal destino de sus exportaciones, y la revaluación del dólar, sólo fueron el catalizador de la crónica de la muerte anunciada de la economía de un país en el que, ahora, el número que lo explica casi todo es el sesenta; la deuda externa ronda el sesenta por ciento del PIB, la productividad se encuentra en los niveles de 1960, el sesenta por ciento de la población dispone de menos de dos dólares diarios para intentar sobrevivir, y la generación a la que ya le hubiera correspondido dirigir el país desde hace quince días, la de los nacidos en torno al sesenta, no lo hará nunca porque, los que no acabaron en el fondo del mar, ya han pronunciado su adiós a todo eso. Y es que el único capital que le quedaba a Argentina, el humano, está muy lejos, en otra parte. Y difícilmente volverá. Porque, para ellos, Menen y ese doble del Dioni apellidado Kirchner son más de lo mismo dentro esa elite política argentina que, primero, llevó el país al Limbo de los Justos y, después, lo empujo al Infierno de Dante, siempre alejándolo de ese cielo desde el que, según berreaban los diputados peronistas en la sesión de investidura del efímero Rodríguez Saá, Perón y Evita siguen inspirando el destino de esa desgraciada nación. Y no se equivocan.