Uno pensaría que si nuestro problema es que hemos acumulado un Himalaya de deuda, que sólo nos ha servido para engendrar una estructura productiva sólo apta para fabricar bienes carísimos e invendibles, la solución pasaría por reducir nuestras obligaciones financieras y reorganizar nuestro aparato productivo, dirigiéndolo hacia aquellos sectores que sí generen valor a los consumidores.
Existe una vía bastante rápida para lograr ambos objetivos a la vez: quienes se han endeudado en exceso en su empeño por desarrollar un proyecto empresarial que ha resultado improductivo deben adaptarse a las nuevas circunstancias, ya sea captando nuevo capital con el que transformar su negocio, a fin de que vuelva a generar valor y le permita así amortizar la deuda, o venderlo total o parcialmente.
Tras varias rondas de recapitalizaciones y liquidaciones, la economía gozaría de nuevos bríos para crecer, ahorrar y seguir amortizando deuda de manera sana y sostenible. No se trata de un proceso ni sencillo ni libre de tensiones, pero sí del camino más rápido para purgar la economía de toda la grasa acumulada durante el boom crediticio artificial que impulsaron los bancos privados... siguiendo la batuta de los bancos centrales.
Algunos pensarán que por esta vía corremos el riesgo de hundirnos en una liquidación total de la economía que nos condenaría a algo parecido a la Gran Depresión. Al margen de que no seguirla sí que nos conduciría de lleno a Japón –ya saben, 20 años de estancamiento total... y los que le quedan–, no puedo más que decir a quienes semejante temor albergan que están en su derecho de vivir en esa nube de fantasía e irrealidad. Porque pensar que los procesos de liquidación se realimentan persistentemente es tanto como sostener que toda la economía está compuesta por la misma basura, que se desintegra entre llamas tan pronto como se prende fuego a una esquina del vertedero. No, lo siento, pero Zara no es Martinsa Fadesa y Google no es Lehman Brothers.
Nuestro problema, sin embargo, no es tanto que no sepamos cómo salir de la crisis cuanto que los intervencionistas, que son muchos, se empeñan en sacarnos a su manera. Se obsesionan con demostrar que el Estado todo lo puede y, de este modo, nos arrastran a la miseria: tan pronto como las economías occidentales han comenzado a flaquear, cuando se han pasado los efectos de los chutes estimulantes que se les han suministrado, los intervencionistas se han rebelado indignados. Unos, los keynesianos, reclaman más estímulos fiscales; los otros, los monetaristas, exigen una mayor laxitud crediticia. Unos y otros, que se vanagloriaban de haber salvado a la economía mundial de caer en una Segunda Gran Depresión, han visto las orejas al lobo y piden aumentar la dosis del remedio que, implícitamente, reconocen ha fracasado. Al fin y al cabo, si con sus respectivos planes ya habían conseguido disipar los riesgos de depresión, ¿a qué viene ahora amenazar con que si no seguimos aumentando el déficit público o monetizando cualquier porquería de activo la economía entrará en una Segunda Gran Depresión? ¿Hay que volver a salvar al paciente que ya habíamos salvado?
Parece que los antiguos salvadores así lo opinan: el keynesiano Obama anuncia nuevos planes de inversión en infraestructuras para crear empleo, y el monetarista Bernanke advierte de que seguirá abundando en su alocada política monetaria tanto como lo considere necesario. El Gobierno y el banco central americanos actuando y fracasando en comandita. Enternecedor, si no fuera porque el coste de sus disparates los externalizan al conjunto de la población.
Si ellos siguen repitiendo sus simplezas, será preciso seguir denunciando y destapando sus errores; no vaya a ser que luego, cuando su barco arribe a las costas del fracaso final, digan que ningún marinero propuso cambiar de rumbo, que había consenso. Aquí hay uno que objeta, que lleva objetando tres años y, por suerte, no soy el único.
Siempre procurando evitar a los intervencionistas el hastío de la sufrida lectura y la tortuosa asimilación, déjenme que les condense las críticas a los dos pesos pesados de la lucha contra la recuperación económica: a un lado tenemos al vigente campeón mundial de los desatinos y las bancarrotas en tiempos de crisis: el keynesianismo; al otro, al joven aspirante, sin demasiadas credenciales pero con un futuro muy prometedor como principal elemento distorsionador de la economía: el monetarismo.
Keynesianismo
Los keynesianos son unos grandes observadores de la realidad. Salen a la calle y ven que hay crisis cuando muchas empresas no logran vender sus productos, el desempleo se dispara y los tipos de interés se encuentran por los suelos, dada la renuencia de la gente a endeudarse. Se lo piensan un poco, atan cuatro cabos y... voilà!, ya tienen el diagnóstico: por algún motivo, los empresarios no quieren endeudarse; al no querer endeudarse, no contratan a suficientes trabajadores; y como éstos permanecen en el paro, no consumen los productos que quieren vender las empresas, lo que no hace sino realimentar el círculo vicioso. Qué tontos son estos empresarios, que ponen la soga de la que acabarán colgándose.
¿La solución ante tanto despropósito? Muy sencilla: si los timoratos y austeros individuos no gastan lo suficiente, que el Estado gaste por ellos, y que, a ser posible, se endeude para gastar. De este modo, los empresarios venderán sus productos y estarán dispuestos a endeudarse por su cuenta para contratar a los trabajadores desempleados, quienes a su vez pasarán a consumir alegremente, generando así un círculo virtuoso.
Todo muy lógico, ¿no? Sí, siempre y cuando tengamos la costumbre de poner el carro por delante de los bueyes. El problema no es que la demanda (ojo con los agregados) haya caído, sino que las demandas de distintos sectores se han desplomado. ¿Y por qué? Porque se nutrían de un crédito que comenzó siendo artificialmente barato y luego fue encareciéndose. ¿Y por qué se encareció? Pues porque era artificial: había más gente demandando crédito (endeudándose) que proporcionándolo (ahorrando); de esta manera, conforme los deudores querían ir acaparando los recursos con los que querían quedarse los consumidores y los empresarios –pues ninguno de ellos había renunciado a su disposición mediante el acto de ahorrar–, aquéllos se fueron encareciendo. Y una vez se comprobó que no todos podían acceder a todos los recursos hubo que ir abandonando –cerrando– algunos proyectos y despidiendo trabajadores, con lo que la demanda de éstos también cayó, volviendo necesaria una nueva ronda de reajustes empresariales, que no es ni mucho menos automática e instantánea y que por ello recibe el nombre de crisis.
El problema económico fundamental en una crisis, por tanto, no es de demanda, sino de oferta. No se trata de que la gente no consuma o no invierta, sino de que no consume o no invierte tanto como antes simple y llanamente porque es más pobre de lo que creía y está en fase de (re)adaptación: tenemos que reducir nuestro endeudamiento pasado y reconvertir los sectores hipertrofiados en algo que nos sea de utilidad una vez el telón se nos ha caído encima.
Los remedios keynesianos de tirar de todas las demandas (también o especialmente de las de los sectores que deben reconvertirse) no son más que una huida hacia adelante con el precipicio enfrente. Luego de que nos demos cuenta de que fabricamos mercancías averiadas, el Estado se endeuda para comprar... esas mercancías averiadas. Una antipatriota complicación: las deudas se tienen que devolver, y se tienen que devolver obteniendo ingresos de la venta de futuras mercancías... no averiadas. Si nos endeudamos para que nuestra economía no deje de fabricar esos cacharros estropeados que nadie quiere, ¿cómo lograremos amortizar la deuda una vez haya vencido? Ya se lo digo yo: o suspendiendo pagos o saqueando lo poco que quede de la riqueza nacional. Maravillas del pensamiento keynesiano.
Monetarismo
Si a los keynesianos les encandila mirar y teorizar sobre una realidad que no entienden, a los monetaristas les encanta cerrar los ojos ante la misma. Es más, les apasiona que sus abueletes les repitan las historias de su juventud, esos tiempos felices en que la economía crecía impulsada por unos bancos a cuál más generoso que daban crédito a todo quisque. Por eso, aunque el presente tenga poco que ver con el pasado, tratan de crear un microclima en el que se reproduzcan las extintas especies del banquero dadivoso, el empresario impetuoso y el consumidor dispendioso.
Su propuesta, al igual que la keynesiana, tampoco requiere gran esfuerzo intelectual: si el banco central compra a los bancos privados parte de sus créditos –muchos de ellos incobrables–, entonces los segundos tendrán dinerito fresco con el que volver a prestar a espuertas a familias y empresas, lo que devolverá la economía a los felices tiempos de nuestros abuelos.
A los monetaristas no les incomoda demasiado que durante una crisis los tipos de interés estén por los suelos (y pese a ello nadie se endeuda de manera masiva), o que los bancos, en lugar de prestar el dinero que les va entrando, no paren de atesorarlo. Si en algún momento pretérito los bancos prestaban como locos, volverán a hacerlo; el abuelo no podía equivocarse.
No es que uno pretenda poner en duda la memoria histórica de los ancestros de los monetaristas, pero sí al menos su comprensión del presente. Si los bancos acumulan tesorería como obsesos es por dos motivos: uno, porque se encuentran tan debilitados que buscan compensar su escasa solvencia con una liquidez extraordinaria; dos, y principal: porque los agentes que ya están demasiado endeudados como para amortizar su deuda no desean obviamente contraer nuevas deudas.
Ambos problemas sólo pueden solucionarse como ya hemos dicho: recapitalizando o liquidando a bancos, familias y empresas; y a esto la propuesta monetarista coadyuva poco. Trocar activos bancarios por pasivos del banco central sólo servirá para que los bancos privados apilen uno encima de otro los billetes o cheques que les van entrando.
Podría pensarse que la solvencia de los bancos privados mejoraría si el banco central les comprase activos de mala calidad. Pero como los malos créditos se crean pero no se destruyen, al final alguien tendrá que hacerse cargo del agujero, y ese alguien será el banco central. Es decir, los bancos privados se capitalizan, pero el banco central se descapitaliza. ¿Saldo? Redistribución de las pérdidas en un sistema bancario que sigue en conjunto igual de mal que antes, y falseamiento del precio de unos activos que deberían haberse trasladado a otras partes de la economía, donde fueran más necesarios.
La situación de la oferta de crédito no mejorará sustancialmente, y, desde luego, la de la demanda no lo hará en absoluto. Pero la bromita tendrá un costo a corto plazo: evitará que caigan precios de activos que tienen que caer para dirigir la transición estructural, y será muy peligrosa a largo: amenaza de inflación, que no, no es la panacea.
Ya ven, así están las cosas. Siento ser aguafiestas, pero, de verdad, quienes montaron la farra y ahora pretenden quitarnos la borrachera inflándonos a whisky son ellos.