Poco después llegó una pareja de muy buena presencia: la pintora Menchu Gal, cuñada de Álvaro, que me sonaba mucho de mis tiempos de Bilbao, y el crítico de arte Ramón Faraldo. Para que la única extranjera se encontrara a gusto, Álvaro, que era muy ocurrente, le dijo que no se preocupara, que allí todos los presentes se sentían muy unidos a Inglaterra: “Ya ves, éste (por mí ) acaba de llegar de Cambridge; Fernando trabaja en el Reader´s Digest, y todos los demás…¡queremos Gibraltar!” Pronto Fernando monopolizó la atención con sus cantes flamencos, con Moreno Galván de palmero, hasta que yo cometí la temeridad de arrancarme por bulerías. Este Ramón Faraldo, tan arrogante y tan bien vestido y tan bien educado que acompañaba a Menchu Gal, desapareció de mi campo de visión hasta que, pasados veinte años por lo menos, reapareció hecho unos zorros en una página del diario Ya, donde firmaba un artículo devastador sobre el Guernica de Picasso.
La persona que me mandaba el artículo, lo ilustraba con acotaciones indignadas de su puño y letra, pero lo que a mí me llamó la atención, aparte de que todo lo que allí se dijera fuera a misa, fue el aspecto del autor. ¿Cómo era posible que aquel dandy que yo conocí se hubiera transformado en este clochard de melena raída, boca desdentada y ojos alucinados? Puede que Álvaro Delgado me sepa un día aclarar el misterio. Por las fechas en que yo vi aquella fotografía aterradora, Álvaro hizo una exposición de retratos de diversos personajes de moda: Manuel Fraga, Federico Silva, Francisco Umbral…, fácilmente reconocibles, lívidos todos y verdosos, salían en el mejor de los casos en estado de descomposición. Aquellos retratos eran en realidad “retratos de Dorian Gray” y puede que a ellos debieran los modelos su presentabilidad. Yo me negué en redondo a dejarme retratar por Álvaro pues no quería que nadie viera cómo soy por dentro o cómo iba a ser si no dominaba mis vicios, y pienso que otro que se debió de negar fue su cuñado Faraldo, que de ese modo no tuvo un retrato que se degradara por él.
Otro que es posible que sepa algo más de esto es Fernando Claramunt*, pues de su mano, o de su pluma, volvería a encontrarme a Ramón Faraldo. En el curso de Un invierno en la Playa de San Juan, en la marina de Gabriel Miró, Fernando Claramunt se reponía de una grave dolencia nadando, bebiendo fondillón de Monóvar y conversando con unos amigos, y uno de éstos, pintor, citaba un pensamiento de Ramón Faraldo: “Pintar es una forma de estar o de quedarse solo; un ensimismamiento.” El ensimismamiento a orillas del Mediterráneo es perfectamente compatible con una grata compañía de amigos pintores, señoritas filósofas –no todo ha de ser señoritas toreras– y, para que nada falte en estas veladas alicantinas, un loro gris que no sólo habla, sino que razona como un padre de la Iglesia. Quien dice un padre de la Iglesia, dice una figura de la Pasión del Señor, y en su estela está Gabriel Miró, como Azorín está en el vino de Monóvar. La omnipresencia de Miró y Azorín se completa con un variopinto iconostasio que permite a Claramunt trazar unas semblanzas sugestivas: Lucrecio, Cicerón, Ava Gardner, Hemingway, Freud, Kafka, Julio Verne entran y salen en la tertulia y todos aportan a ella una idea, una anécdota, un enigma o una solución. El año aquel que Hemingway pasó en España siguiendo a Ordóñez de plaza en plaza, fue el de la competencia levantina de El Tino y Pacorro. Mi vecino y amigo Baldomero Gaviño, actual alcalde de Bormujos, mató un toro de rejones en la víspera de un mano a mano entre los citados diestros. Yo me encontré en Roma, en una librería de lance, un ejemplar de Nuestro Padre San Daniel dedicado por Agustín de Foxá a una bella señora que no se molestó en abrir sus pliegos. Foxá admiraba a Miró; Claramunt conoció a Foxá y recuerda de él que decía que si en el Atlántico hay delfines, en el Mediterráneo hay sirenas.
De hecho, el libro de Claramunt no es otra cosa que una confesión intelectual –¿qué es el psicoanálisis sino una “confesión por lo civil”?– que desemboca en una meditación ante esa muerte que acaba de ver tan de cerca. Esa meditación es la contrapartida de la antigua escena del joven entre el vicio y la virtud. Del lado el vicio está Sade, del de la virtud el P. Nierenberg. La orgía macabra con que Sade quiso despedirse de la vida resulta tan patética como el erotismo senil de ciertos longevos artistas de nuestro tiempo. Cuando no hay vida interior es muy difícil envejecer con dignidad y morir con entereza. A partir de cierta edad, el hombre está más dotado físicamente para la virtud que para el vicio. Hemingway lo entendió muy bien. Claramunt, que al comienzo de su libro se ha confesado con el P. Gracián, se pregunta hacia el final si no habría hecho mejor confesándose con San Agustín.
* Fernando Claramunt. Invierno en la Playa de San Juan.
ENCUENTRO CULTURAL
Entre el vicio y la virtud
Hace años, de paso yo por Madrid, me llevó Fernando Quiñones un domingo por la tarde a casa del pintor Álvaro Delgado, que vivía en los altos de un taller de mecánico. Venían con nosotros una chica inglesa, de pura raza sajona, que se llamaba Winifred, y el pintor Francisco Moreno Galván.
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