Sigo todavía anclada en este otro lado de los Pirineos, dedicada entre otras cosas a investigar fondos de bibliotecas. Uno de mis objetivos es el de seguir el rastro de doña Emilia Pardo Bazán en estas tierras, no tanto su recepción como escritora (traducciones, etcétera) como sus huellas de gran conocedora de Francia e inveterada viajera. Porque una de las características de esta mujer ejemplar, que todos se empeñaban en su tiempo en equiparar a los hombres, era la de no poder permanecer quieta ni un momento. A pesar de los impedimentos materiales de la época, la lentitud de las comunicaciones y, no hay que desdeñarlo, su voluminoso físico, doña Emilia no tenía empacho en tomar la diligencia y el tren, y se movía por España y parte del extranjero con una facilidad pasmosa.
A ello le empujaban muchos motivos que son de sentido común y que ella ha explicado sobradamente en sus escritos: la curiosidad intelectual, la búsqueda de la belleza y su profesión de reportera. Aunque no sea eso lo que transmite la leyenda, doña Emilia no era una mujer acaudalada y necesitaba trabajar para mantener a su numerosa familia y su costoso nivel de vida. Por eso escribió incontables artículos en diferentes revistas y periódicos, tanto de España como de Hispanoamérica. En las Obras Completas de Aguilar están recogidos algunos de ellos y otros estudiosos han recopilado algunos más y ella misma se ocupó de reunir en diferentes volúmenes las crónicas que fue escribiendo durante sus viajes.
Así nacieron libros como Al pie de la torre Eiffel/, sobre la Exposición Universal de París de 1888, o Crónicas de una Exposición, sobre la de 1900, Por Francia y Alemania, Por la Europa Católica o Por la España pintoresca. En todos ellos, doña Emilia, que presta mucho interés a la vida cotidiana de los países que visita, aporta su visión particular del arte y de la historia, y digo particular porque, sin decir nada que no sean verdades como puños y demostrando una erudición a la que nada podían reprochar sus celosos amigos Marcelino Menéndez Pelayo y Juan Valera, y con el arrojo y la libertad que quizás le diera el hecho de que, siendo mujer, no esperaran nada especial de ella, iba desgranando opiniones y formulando pensamientos de una hondura tal que esos señores que he citado me consta que le envidiaban.
Pero volviendo a Francia, hay que recordar la admiración que sentía la excelente señora por su literatura y su profundo conocimiento de la misma plasmado en los gruesos volúmenes que dedicó a sus principales corrientes y autores y en innumerables artículos. De todos es sabido que doña Emilia fue la introductora del naturalismo en España —al que sacrificó su matrimonio— y que profesaba por Zola una admiración que nunca la cegó, pues le conocía en persona ya que, cuando visitaba París, la escritora era muy bien recibida en el “milieu” aunque ella, en las citadas crónicas, contaba cosas que a ellos no les hubiera gustado demasiado leer. Dice por ejemplo:
“En todos ellos he notado además (y la observación me infundió, claro está, profundo disgusto, que lo que pasa fuera del horizonte de París les importa un rábano. El movimiento literario español ni siquiera les inspira la curiosidad que a mí me inspiraría el de Laponia... Impregnados hasta los tuétanos de vulgares preocupaciones, lo único que les merece interés en España son las manolas, las naranjas, los toros, el beau soleil y los ladrones en gavilla. Así mientras ellos creen que yo los admiro, yo les analizo, no siempre con benevolencia”.
¿Y qué recibió ella a cambio? Unas pocas líneas de Zola para la traducción al francés de su ensayo sobre él, titulado La cuestión palpitante, en las que vuelve a decir que doña Emilia, por su sabiduría, parece un hombre, y dos apuntes de los Hermanos Goncourt en ese famoso diario en el que destripan a media humanidad, y por supuesto, nada piadosos, pues hacen referencia a su rotunda corpulencia. ¡Porca miseria!