Y aunque en estas fechas los monarcas de las mesas festivas sean las aves de corral, uno piensa que no todo van a ser plumas y que el buey, además de en el misterio navideño, tiene derecho a un sitio en la mesa, como protagonista del plato principal de una comida o cena importante.
Hoy, la verdad, cuando pensamos en el buey lo asociamos con los chuletones hechos -bueno: muy poco hechos- al estilo vasco, sobre parrillas. Pero el buey sí que ha inspirado auténticas creaciones de la mejor cocina, de esa gran cocina de siempre; recetas majestuosas, casi siempre dotadas de apellidos ilustrísimos.
Los chuletones se hacen a partir de los lomos, alto o bajo, del buey. Con ese mismo lomo, normalmente el alto, se prepara la que quizá sea la mejor de las recetas para este corte, una receta que nació en Inglaterra y que conocemos como 'roastbeef'. Un 'roastbeef' es un nobilísimo asado, que requiere una mesa concurrida. Hecho en su punto, manteniendo su jugosidad, es una delicia para el paladar... y para la vista, pues al corte muestra una hermosísima gama de colores que van del rosa pálido al rojo vivo de su corazón, además de los tonos marrones, dorados, de su superficie.
Además, el 'roastbeef' tiene una 'segunda vuelta' magnífica, frío, en lonchas finas, aderezado con unas cuantas variedades de mostaza -inglesa, de Dijon, de Reims...- y escoltado por algunos encurtidos, como cebollitas y pepinillos en vinagre. Con el 'roastbeef' frío va de perlas una cerveza negra, una 'stout', servida ni fría ni tibia, sino sencillamente fresquita.
Otra pieza de prestigio, aunque ya gozó de más del que tiene ahora, es el solomillo. De él salen fórmulas consagradas por la altísima cocina, desde el espectacular 'chateaubriand' a los más moderados en tamaño 'tournedos Rossini' o 'tournedos Henri IV', que se sirven, en ambos casos, sobre discos de pan de similar diámetro al de los filetes.
El 'Henri IV' se acompaña de salsa bearnesa -ese rey era bearnés, pero no llegó a conocer esa salsa, que es posterior a su asesinato- y se escolta con patatas fritas y alcachofas laminadas y no menos fritas. En cuanto al 'Rossini', se ennoblece con unas láminas de foie-gras salteadas brevemente en mantequilla y unas rodajas de trufa a las que se hace tomar simplemente temperatura en el propio jugo de la carne.
Pero de todas las preparaciones de solomillo, la más ilustre es la que lleva el apellido del vencedor de Waterloo: el solomillo Wellington, que no es más que un solomillo en costra de hojaldre y cuya preparación es bastante más sencilla de lo que puede parecer a priori... salvo que se metan ustedes a preparar el hojaldre en casa, tarea que no es precisamente cómoda ni fácil, si no se tiene práctica.
Como lo más probable es que ustedes no sean pasteleros, lo mejor será que compren el hojaldre congelado; los hay realmente buenos. Háganse también con un solomillo de algo más de un kilo. Eliminen todo lo superfluo, sazónenlo y envuélvanlo en lonchas muy finas de tocino ibérico. Finalmente, átenlo, para mantener su forma, y llévenlo al horno, a 220 grados, durante diez minutos. Sáquenlo y dejen que se entibie.
Extiendan bien el hojaldre, dándole un grosor de menos de medio centímetro. Retiren del solomillo el cordel y el tocino, y cúbranlo con láminas, más bien virutas, de buen foie-gras, que aportará su grasa, necesaria para preservar la jugosidad de la carne, y su delicado sabor.
Envuelvan el solomillo en el hojaldre, apretando bien los bordes para sellarlo. Pinten el hojaldre con huevo batido, para que adquiera un color dorado al asarse, y pínchenlo en varios puntos con un tenedor, para facilitar el escape del vapor, que en esta receta tendría efectos contraproducentes.
Así las cosas, al horno, bien caliente. Cuando el hojaldre tome ese color dorado tan prometedor y apetitoso, retírenlo. A la mesa inmediatamente: el 'Wellington' no puede esperar, hay que esperarlo a él... y a disfrutar de una receta casi olvidada, pero magnífica.
Descorchen un gran vino tinto, de los que proceden del Ebro de La Rioja o Navarra, o del Duero de Burgos o Valladolid. Si es su gusto, dedíquenle una mirada al buey de barro de su pesebre... y disfruten del de carne, ahora sin hueso, de su mesa. Será una excelente manera de terminar el 2004 y empezar un 2005 en el que les deseo, queridos lectores, toda suerte de felicidades.
Hoy, la verdad, cuando pensamos en el buey lo asociamos con los chuletones hechos -bueno: muy poco hechos- al estilo vasco, sobre parrillas. Pero el buey sí que ha inspirado auténticas creaciones de la mejor cocina, de esa gran cocina de siempre; recetas majestuosas, casi siempre dotadas de apellidos ilustrísimos.
Los chuletones se hacen a partir de los lomos, alto o bajo, del buey. Con ese mismo lomo, normalmente el alto, se prepara la que quizá sea la mejor de las recetas para este corte, una receta que nació en Inglaterra y que conocemos como 'roastbeef'. Un 'roastbeef' es un nobilísimo asado, que requiere una mesa concurrida. Hecho en su punto, manteniendo su jugosidad, es una delicia para el paladar... y para la vista, pues al corte muestra una hermosísima gama de colores que van del rosa pálido al rojo vivo de su corazón, además de los tonos marrones, dorados, de su superficie.
Además, el 'roastbeef' tiene una 'segunda vuelta' magnífica, frío, en lonchas finas, aderezado con unas cuantas variedades de mostaza -inglesa, de Dijon, de Reims...- y escoltado por algunos encurtidos, como cebollitas y pepinillos en vinagre. Con el 'roastbeef' frío va de perlas una cerveza negra, una 'stout', servida ni fría ni tibia, sino sencillamente fresquita.
Otra pieza de prestigio, aunque ya gozó de más del que tiene ahora, es el solomillo. De él salen fórmulas consagradas por la altísima cocina, desde el espectacular 'chateaubriand' a los más moderados en tamaño 'tournedos Rossini' o 'tournedos Henri IV', que se sirven, en ambos casos, sobre discos de pan de similar diámetro al de los filetes.
El 'Henri IV' se acompaña de salsa bearnesa -ese rey era bearnés, pero no llegó a conocer esa salsa, que es posterior a su asesinato- y se escolta con patatas fritas y alcachofas laminadas y no menos fritas. En cuanto al 'Rossini', se ennoblece con unas láminas de foie-gras salteadas brevemente en mantequilla y unas rodajas de trufa a las que se hace tomar simplemente temperatura en el propio jugo de la carne.
Pero de todas las preparaciones de solomillo, la más ilustre es la que lleva el apellido del vencedor de Waterloo: el solomillo Wellington, que no es más que un solomillo en costra de hojaldre y cuya preparación es bastante más sencilla de lo que puede parecer a priori... salvo que se metan ustedes a preparar el hojaldre en casa, tarea que no es precisamente cómoda ni fácil, si no se tiene práctica.
Como lo más probable es que ustedes no sean pasteleros, lo mejor será que compren el hojaldre congelado; los hay realmente buenos. Háganse también con un solomillo de algo más de un kilo. Eliminen todo lo superfluo, sazónenlo y envuélvanlo en lonchas muy finas de tocino ibérico. Finalmente, átenlo, para mantener su forma, y llévenlo al horno, a 220 grados, durante diez minutos. Sáquenlo y dejen que se entibie.
Extiendan bien el hojaldre, dándole un grosor de menos de medio centímetro. Retiren del solomillo el cordel y el tocino, y cúbranlo con láminas, más bien virutas, de buen foie-gras, que aportará su grasa, necesaria para preservar la jugosidad de la carne, y su delicado sabor.
Envuelvan el solomillo en el hojaldre, apretando bien los bordes para sellarlo. Pinten el hojaldre con huevo batido, para que adquiera un color dorado al asarse, y pínchenlo en varios puntos con un tenedor, para facilitar el escape del vapor, que en esta receta tendría efectos contraproducentes.
Así las cosas, al horno, bien caliente. Cuando el hojaldre tome ese color dorado tan prometedor y apetitoso, retírenlo. A la mesa inmediatamente: el 'Wellington' no puede esperar, hay que esperarlo a él... y a disfrutar de una receta casi olvidada, pero magnífica.
Descorchen un gran vino tinto, de los que proceden del Ebro de La Rioja o Navarra, o del Duero de Burgos o Valladolid. Si es su gusto, dedíquenle una mirada al buey de barro de su pesebre... y disfruten del de carne, ahora sin hueso, de su mesa. Será una excelente manera de terminar el 2004 y empezar un 2005 en el que les deseo, queridos lectores, toda suerte de felicidades.