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LA CLAVE ESTÁ EN EL DESPRECIO

El zapaterismo y los símbolos nacionales

La controversia montada por los socialistas sobre el uso de los símbolos nacionales en la manifestación del 3-F era previsible, dado el significado que el zapaterismo da a la nación española. Y es que el zapaterismo sociológico es fruto de la cultura progre fraguada desde la Transición y del rencor político e histórico. No se trata de un pensamiento trabajado, sino de un conjunto de prejuicios e intereses políticos circunstanciales. La facilidad con que se ha extendido no es fortuita.

La controversia montada por los socialistas sobre el uso de los símbolos nacionales en la manifestación del 3-F era previsible, dado el significado que el zapaterismo da a la nación española. Y es que el zapaterismo sociológico es fruto de la cultura progre fraguada desde la Transición y del rencor político e histórico. No se trata de un pensamiento trabajado, sino de un conjunto de prejuicios e intereses políticos circunstanciales. La facilidad con que se ha extendido no es fortuita.
La Transición bendijo la supuesta superioridad moral de la izquierda, de sus valores, de su cosmovisión, de su comportamiento. La concepción de la izquierda sobre el Estado y la sociedad civil, la libertad y la igualdad, la idea y la historia de España, se convirtió en dominante. La propia mentalidad que patrocinó la Transición estuvo invadida por esa superioridad concedida. La aceptación de la superioridad de los valores progres sobre los liberales o conservadores ha tenido como consecuencia que la enseñanza, la información, la cultura y el lenguaje sean hoy productos del dominio de la izquierda. Y esto ha afectado gravemente a la consideración de los emblemas nacionales.
 
Bien es cierto que el régimen de Franco se apropió de los símbolos de la nación, identificando de forma espuria "español" con "franquista". Tan cierto como que no se llevó a cabo durante la Transición una política de renacionalización que vinculara la democracia con la nación española, su historia y sus símbolos. Se obvió la creación de lugares comunes de memoria, o de celebraciones nacionales vinculadas a la democracia naciente. En cambio, se profundizó en el aspecto incompleto de los símbolos, al menos popularmente, al no dotar de una letra sencilla al himno y promocionar el nacimiento precipitado de nuevas banderas, escudos e himnos autonómicos. Se restó valor a los elementos nacionales de unidad y se primó a los nuevos de distinción regional y nacionalista. Son los casos de las banderas inventadas por personajes racistas, xenófobos y excluyentes como Sabino Arana y Blas Infante, que se tomaron como las apropiadas para las nuevas organizaciones administrativas.
 
La cultura progre, en lo que a sentimiento nacionalista se refiere, se decantó por un etéreo cosmopolitismo y una contradictoria antiglobalización. Estos ciudadanos del mundo entendían, y entienden, que el nacionalismo es una ideología del siglo XIX generada por las clases dirigentes para mantener a una comunidad artificialmente unificada, monolítica y sometida, anestesiada ante el verdadero problema: la cuestión social, la pobreza y la explotación.
 
Francisco Franco.El cosmopolita de finales del XX y principios del XXI es el internacionalista de la Europa anterior a 1914. Estas dos figuras no sólo coinciden en el discurso anticapitalista y antiliberal, y en la desconfianza ante la democracia si no gobierna la izquierda, sino que comparten la peculiar defensa de la lucha de las naciones oprimidas contra los Estados imperialistas. Y aquí entra el caso español: el régimen de Franco ahogó la España plurinacional, la justa voz de las naciones-pueblo periféricas. El cosmopolita, el antiglobalización, el zapaterista de hoy, cree justo, por tanto, dar auxilio moral y político a sus reivindicaciones. Es más, el progre siente una sensibilidad especial ante las demostraciones efectistas de victimismo, algo en lo que los nacionalistas son unos consumados maestros.
 
El rechazo visceral a los planteamientos nacionales sólo sirve al progre para el nacionalismo español. El cosmopolita hispano, hoy transformado en zapaterista, ve en los nacionalismos periféricos una suerte de expresión de libertad comunitaria, un decálogo de derechos colectivos, una forma distinta de entender la democracia, un sentimiento identitario respetable. El nacionalismo español, en cambio, es un conjunto de falsedades, invenciones y fracasos, un camelo anacrónico, la triste representación de un discurso de dominación de la oligarquía sobre el pueblo. La utilización de los símbolos españoles, en consecuencia, se ha convertido para el progre en un elemento de discordia, de reacción, de retroceso; algo molesto, propio de fachas, que va contra el curso de la historia y el sentir de las naciones históricamente oprimidas.
 
En consecuencia, el zapaterismo conecta con el progre, que ve cargante e irrelevante la referencia a la nación española y la utilización de sus símbolos nacionales frente a la justicia del "reconocimiento" de las naciones históricamente oprimidas.
 
La nación española no deja de ser, para el progre, más que una ilusión, un artificio político e histórico, o un artículo de la Constitución. Aquel patriotismo constitucional del que se habló, ocurrencia de Habermas, dio una salida a los cosmopolitas que veían con desagrado la deriva totalitaria de los nacionalistas periféricos. Ese planteamiento, sin embargo, partía de la idea de que las naciones y el patriotismo nacen y cobran entidad y sentido con una Constitución. Por eso dijo Zapatero, con toda naturalidad, que la nación española era una concepto discutido y discutible; pero nunca lo diría de las supuestas naciones periféricas.
 
Zapatero.A la cultura progre, de múltiples caras, se le añade el rencor generado por una peculiar interpretación de la historia y la idea de España. Una visión del país que es, a su vez, fruto del dominio izquierdista y progre en la educación, la información, la cultura y el lenguaje. España sería entonces un Estado-nación frustrado y frustrante, un mero accidente de la historia; algo que ha salido mal, el relato de un fracaso, una decepción colectiva que tiene un culpable: la derecha, en sus diversas formas.
 
El zapaterismo, última fase de la cultura progre, concede a la derecha el papel de chivo expiatorio: es el enemigo identificable al que cargar con los errores. Esto aparece especialmente claro en lo referido a nuestro siglo XX. El progresismo ha convertido la Segunda República en un mito, en un hito cultural y democrático. La historia, el derecho y la economía, como escribió Hayek, pero también la cultura –como vio Adorno– y la información, son "fecundas fábricas de mitos oficiales, que los dirigentes utilizan para guiar las mentes y voluntades de sus súbditos".
 
La izquierda ha difundido la idea de un régimen de intelectuales beatíficos que respondían sólo al interés de un pueblo secularmente oprimido que, al fin, veía la oportunidad de colmar su deseo de justicia social. La Segunda República era un paréntesis, un oasis en una historia desgraciada, la propia de un país atrasado respecto a Europa, el relato de un esperanza truncada por la derecha.
 
De esta manera, frente a la bandera republicana, símbolo de la libertad, la democracia, el socialismo y la justicia social (no entro en la contradicción), Franco impuso los símbolos del fascismo, los españoles. Esta mentira es difícil de deshacer, incrustada como está ya en varias generaciones, porque el desconocimiento sobre el origen y significado de los símbolos patrios es prácticamente completo. Aquí también, la Transición falló. En consecuencia, la izquierda se manifiesta con la bandera republicana, utilizándola como arma arrojadiza contra la derecha, y protesta cuando se utilizan los símbolos nacionales...
 
El zapaterismo ha sabido recoger y alimentar la cultura progre y el rencor, dos buenos agentes movilizadores. De ahí que prefiera la cartelería estalinista y uniforme, propia de la imprenta del 13-M, y ridiculice el uso legal y legítimo de los símbolos nacionales en una manifestación de españoles que pedían respeto para la ley.
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