Y digo que se trata de una perversión –además de una indecencia– precisamente porque aquellos que recitan este libreto farsante no son, como se cree ordinariamente, gente ingenua que anda errada, sino personas físicas, "tipos ideales", que saben muy bien lo que dicen y pretenden, engañando a todo aquel que se cree sus cuentos y se ablanda al escucharlos. ¿Deberemos, en consecuencia, caer en su juego y esforzarnos, por nuestra cuenta, en demostrarles que están en un error y que no es eso, no es eso…? Nada satisface y beneficia más a los éticos andantes que calificarles de ilusos, gente de buen corazón, entes "arcangélicos" que, en el fondo, en su infinito amor por la paz y el anhelo de concordia se ofuscan, y sus lágrimas fáciles no les dejan ver la realidad. Su oceánica bondad les consume, y eso es lo que les pierde. Tienen buenas intenciones, y lo que pasa, maldita sea, es que son demasiado buenos. Eso es lo malo.
Como no podía ser de otro modo, la coartada establecida de la ética como estrategia para ocultar la mala política, o su ausencia, y, por encima de todo, su mala conciencia, fue un invento nacido al calor del establo gremial y funcionarial de los "expertos y sabios" en la materia, esto es, de desinhibidos filósofos morales y sociólogos socialdemócratas, de filiación académica kantiana y utilitarista, con mucho afán de pasar a la posteridad y el sueño de lograr el premio Nobel de la Paz. Todo ese rollo patatero del "paradigma dialógico", de la "comunidad ideal de comunicación", de la "ética del discurso" y demás pamplinas cantinfleras constituye, en su esencia primorosa, la versión escolar de la castiza "alianza de civilizaciones", del "hablando se entiende la gente" o "lo que necesitas es amor"…
Kofi Annan protagoniza una de las principales voces oficiales de este gospel multicultural y multilateral. Durante su estancia en Madrid, a propósito del fórum rotulado "Conferencia Internacional sobre Democracia, Terrorismo y Seguridad", proclama que "lo que necesitamos es una estrategia guiada por unos principios y omnicomprensiva, una estrategia que todo el mundo pueda apoyar y poner en práctica. Eso es lo que estoy proponiendo en estos momentos, bajo cinco encabezamientos que yo llamo 'las cinco D'".
Dejemos a un lado las otras cuatro "des" de ese cruzado mágico de civilizaciones, pues si "todo el mundo" puede apoyarlo eso significa que nadie en concreto es capaz de atenderlo, y reparemos en la primera, que da en la frente del asunto: "En primer lugar –declara–, debemos disuadir a los descontentos de que recurran al terrorismo como táctica. Se inclinan por esa opción porque están convencidos de que es una opción eficaz y de que les reportará apoyo popular. Tales convicciones son la auténtica 'motivación fundamental' del terrorismo. Nuestra tarea consiste en demostrarles que están equivocados" (Algunas recetas para evitar otro 11M). ¿Estará Kofi Annan descontento? ¿Estará él equivocado? Mas ¿qué significa, en rigor, "descontento"?
Decía Antonio Machado, enmascarado de Juan de Mairena, que el descontento es la única base de "nuestra ética". A la vera de esta declaración se han arrimado en España no pocos intelectuales y artistas destemplados con ganas de desmelenarse todavía más. De un simple y esteticista gusto o afición por el descontento se ha pasado con el correr del tiempo a toda una fundamentación teórica –o ideológica– del tema. Con tanta suerte, que ha logrado convertirse en estandarte político-filosófico del ser de izquierdas.
El descontento, así compuesto, revela un sentimiento lánguido y quejoso, de conciencia eternamente ofendida y temple malhumorado, persuadido de que la ética está hecha para deshacer entuertos y librar singulares batallas, fomentar la emancipación de los pueblos y agitar la enseña del desagravio y la restitución en este mundo cruel e injusto... Según este punto de vista, aquel imprudente que se atreva a reconocer que, a pesar de todo, todo va bien, o, en un plano más personal, que las cosas le van bien, y se siente contento consigo mismo y conforme con el mundo y lo real, será irremediablemente tenido por un conservador, un insensible, un subordinado, un presuntuoso, un arrogante, un conformista… y, en consecuencia, un inmoral.
Victoria Camps, señora sabia y experta en materia de "televisión ética de izquierdas", cuando sus ocupaciones de petit comité se lo permiten escribe, por ejemplo, libros que destilan rebelde –¡a sus años!– disgusto, como el titulado El malestar en la vida pública. Bien es verdad que el fenómeno no se reduce a "nuestra ética", ni a "nuestros éticos", ni a "nuestras comunidades nacionales". El reputado economista J. K. Galbraith publica en 1992 The culture of the contentment, traducido al español como La cultura de la satisfacción, donde denuncia las conductas acomodaticias; el filósofo comunitarista Michael Sandel escribe en 1996 Democracy´s discontent y, recientemente, Joseph E. Stiglitz se suma a la lamentación con Globalization and its discontens.
El descontento es alguien que, más allá del insatisfecho, se caracteriza por solazarse con su propio enfado y su condición menesterosa, de la que probablemente él sea el único responsable pero que intenta endosar a los demás: "Comparado con los que persiguen la satisfacción, estás satisfecho, pero, de lo que más satisfecho estás, es del absoluto descontento" (S. Kierkegaard).
Desde la perspectiva de los jerarcas españoles de la sapiencia que siguen distinguiéndose como buenos, a cuya cabeza se encuentra el poco recto rector de la Universidad Carlos III y filósofo izquierdo del Derecho, Gregorio Peces-Barba, tal vez no estemos autorizados los malos y los contentos a hablar en nombre de "nuestra ética", arrogándonos un dominio que no nos corresponde.
Pero el caso es que Séneca ya identificó en su día ese estado de sentirse a disgusto con uno mismo –el descontento de sí mismo– que habita en el alma de los hombres incompletos, pávidos y vacilantes, como sibi displicere: "Esto [el sibi displicere] proviene de la destemplanza del espíritu y de los deseos medrosos o malogrados. Cuando o bien no se atreven a todo lo que codician o bien no lo consiguen y se enfrascan por completo en sus esperanzas: son inestables y mudables siempre, lo cual es inevitable que suceda a los vacilantes" (De la tranquilidad del alma). Y, a su vez, nuestro no menos nuestro Baltasar Gracián confirmaba este diagnóstico aconsejando al lector lo que sigue: "Viva ni descontento que es poquedad, ni satisfecho, que es necedad" (Oráculo manual y arte de prudencia).
Dicho sea esto, en resumen, por lo que hace a la disputa intelectual sobre ánimos contentos y descontentos. Tarea penosa es dialogar con los molestos teóricos contrariados. Pero lo que estremece de veras son las sombrías perspectivas que ofrece una teorización social del descontento, "una estupidez práctica que transforma a una sociedad de beneficiados en una sociedad protestaria de descontentos" (G. Sartori), a menudo, como excusa para intentar legitimar el "Estado de bienestar", la corrupción gubernamental y el gasto público.